A una encantadora mujer

Todo ocurrió como un torrente. Cuando con 25 años decidí escribir mis experiencias y rememorar la época en que con 18 años me inicié en el sexo, publiqué «El placer de comenzar» en el «Rincón de Fidonet» (https://www.relatoerotico.net). Ello originó un cúmulo de e-mails que me dejó verdaderamente abrumada. Eran de todos los gustos y colores, y para todos los colores y gustos fueron mis respuestas, cosa que me llevó bastante tiempo. Así contenté a unos, informé a otros, y emprendí incluso una mayor dedicación epistolar con algunos. Todos fueron hombres, o al menos así me lo pareció, pues al ir aliviando la carpeta de «mensajes recibidos» encontré uno firmado por Manuela que yo, en principio, había confundido con Manuel.

Su nota era muy sencilla, decía que al leer mi relato se había sentido impelida a escribirme y que quería saber cosas de mí. Le contesté expresándole mi alegría por recibir la carta de una mujer y le señalé que de ella dependía el curso de nuestra amistad. Y pasaron los días, casi diez, que se hicieron interminables. Y al fin contestó. Era una delicia. Desde el primer momento nos compenetramos totalmente y nos comunicamos de forma sencilla, sin falsos pudores ni oscuros recovecos. Como si nos hubiéramos conocido de toda la vida. Nos enviamos fotos, Ella, la llamaré Manuela, tenía diecisiete años, a punto de los dieciocho, casi un año más que cuando yo comencé a gozar, y tenía toda la osada imaginación de sus años, y una extraordinaria virtud: quería aprender, ser discípula y enterarse de todo. Se situaba en una dulce pasividad que la hacía más atrayente y que me sumió en una turbadora dedicación hacia aquella chiquilla encantadora. Yo, que soy una mujer bisexual, pues considero que es el estado femenino más perfecto, me cubrí con el manto de las sacerdotisas de Lesbos y solo estaba pendiente de la llegada de sus noticias o atareada contestando a sus preguntas, que siempre finalizaban con una especie de «ménage a deux» epistolar, cosa bastante magra si solo actúa la imaginación. Entonces, a no más de quince días del inicio de nuestra correspondencia, se produjo lo que nunca pude pensar por más optimistas que fueran mis lucubraciones. Dicen que hay un duende, elfo, hada, trasgo… o lo que sea que ayuda a los enamorados, ¡y esta vez trabajó a destajo! Por arte de birlibirloque, o del duende, fui elegida para asistir a un Congreso de Enfermería a celebrar en la ciudad del país hispanoamericano donde residía Manuela. Eran seis días, y tenía solo tres para hacer las maletas. Por supuesto no le dije nada a ella. Llegué por la mañana. La habitación del hotel era espléndida, con solo el inconveniente de que tendría que compartirla con una cubana, pero al ser la secretaria del congreso y otras varias tareas, solo se presentaría a dormir. Bueno, ahora lo interesante era llamar a Manuela. Días antes le había pedido su teléfono, ante la hipótesis de que en alguna ocasión la llamaría, pero nunca se sospechó lo que le vendría encima. Me contestó una voz femenina. – ¿Diga…? – ¡Buenos días! ¿Está Manuela? – ¡Soy yo! ¿quien llama? – ¡Soy Yaiza! – y se escuchó un grito apagado. Luego, silencio. Insistí – ¡Manuela, que estoy aquí, aquí! ¡En el hotel Plaza, habitación 102! ¡Manuela, di algo! Dijo muy poco, solo escuche murmullos, alguna exclamación de duda, y muchas crepitaciones de movimientos del teléfono. – ¡Voy a estar seis días, seis días! ¡Llámame! ¡ven! ¡quiero verte! ¡Manuela, ven! – y solo dijo: – ¡Voy! – y colgó el teléfono. Quedé algo contrariada, pero imaginé la turbación de Manuela ante la insólita llamada. Me propuse volver a llamarla después de deshacer el equipaje. Lo hice con cuidado, meticulosamente como me gusta hacer las cosas, descansé unos minutos recostada en un sillón, contesté a una larga serie de datos que me solicitó por teléfono una funcionaria del congreso, y luego me di una larga y cálida ducha. Estaba a punto de finalizar, cuando tuve una llamada telefónica que conteste desde el supletorio del baño. De recepción me comunicaron que una señorita preguntaba por mí, a lo que contesté que me encontraba en la ducha y que hicieran el favor de facilitarle el acceso a la habitación. Me sequé, me puse la bata de baño y envolví mi cabeza en una toalla Cuando salí ya estaba esperando, Tenía una mano sobre la boca en un gesto de asombro. Respiraba afanosamente y su linda figura ponía un delicioso toque de belleza juvenil. Nos miramos y nerviosamente nos abrazamos, cambiamos frases, o mejor dicho murmullos, y nos besamos con ansia. Yo la apretaba muy fuerte, ella se asía a mi cintura y turbados nos balanceábamos por la habitación como en una danza amorosa plena de estremecimientos. Finalmente ella quedó con las caderas apoyadas en una amplia mesa que ocupaba uno de los laterales, y yo dirigí mis besos a su cuello y pecho mientras la iba desnudando. Mi bata ya estaba abierta y la toalla que me envolvía el pelo yacía lasa sobre la alfombra. Manuela estaba desnuda y entonces le di la vuelta, la apoyé de bruces sobre la mesa y desde atrás, con las manos acariciando sus pezones, fui besando su espalda, pasando la lengua pro toda su columna, sus costados, sus nalgas… Me agache y acaricié la parte interior de sus muslos, dándole leves arañazos en sus ingles mientras metía la lengua en el canal que separaba sus caderas. Notaba los estremecimientos de Manuela, que gemía muy bajo… – ¡Más… más… más…! ¡Cariño… sigue… sigue! Entonces la alcé sentándola en el borde de la mesa y con un leve empujón la tendí sobre la pulida superficie. Le abrí las piernas atrayéndola hacia mí, tanto que los talones quedaron apoyados en el filo y su sexo se mostró abierto y jugoso ante mis ojos. ¡Aquello era el más suculento manjar que uno podía imaginarse, al mismo tiempo una alegría para los ojos! Rodeado de rizos negros y sedosos, se alzaba rosado y vibrante, observándose los estremecimientos que recorrían sus pequeños labios y la entrada de la vagina. Su clítoris asomaba la cabeza entre el pliegue que lo cobija, y toda ella estaba plena de humedades, temblores y gemidos. Y allí bebí. allí posé mi boca absorbiendo los deliciosos jugos, los resbaladizos recovecos, la dureza del clítoris, la vulva entera en una toma de posesión que hasta ahora solo había sido soñada. Y entré en la vagina con la punta de la lengua, poco a poco como si temiera macular su virginidad, muy despacio y rotándola con suavidad hasta que las dos explotamos en un orgasmo que estremeció nuestros cuerpos con música de gemidos. Luego, abrazadas en la cama, seguimos conociéndonos. Cada pliegue de nuestro cuerpo, cada lunar, la más mínima superficie, fue acariciada y besada por la otra. Nuestros suaves cuerpos se fundían y se amaban en una sensación única, inenarrable… Aquellos seis días fueron los más felices de mi vida. Quizá alguien piense que he perdido una ocasión de oro no haciendo intervenir a la cubana. Nada de eso; no pasó nada y Manuela era solo para mí, Era mía. La quiero.

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