LA SEÑORA BELINDA

Me llamo Erick. Soy Ingeniero de Sistemas Eléctricos. Tengo 33 años de edad y laboro en una gran empresa de esta ciudad. Pero lo que quiero contar sucedió cuando yo sólo contaba con 22 años.

Mi madre siempre fue una mujer celosa de sus hijos varones y, con mucha más razón, de sus hijas. Siempre averiguaba hasta los mínimos detalles de las amigas que nos visitaban o nos llamaban por teléfono. Debido a eso, muchas de nuestras más queridas compañeras del colegio se nos fueron retirando, cosa que puso el ambiente un poco pesado en la casa. Mamá comenzó a preocuparse, a juzgar por los comentarios que le hizo a una muy entrañable amiga. Esa amiga se llamaba Belinda. Estaba muy «buena» (no sé cómo dicen ustedes en sus países), quiero decir que a pesar de los 45 años que le calculaba conservaba unas nalgas firmes, piernas bien torneadas y sin manchas, senos provocativos; Y un triángulo voluminoso se le insinuaba entre las piernas cuando vestía con pantalones o bermudas gruesas. Sobra decir que todas mis apreciaciones eran en secreto, porque nunca me atreví a decirle nada. La respetaba mucho, porque era muy seria, casi fría. Nunca nos tuteaba, pero nos hablaba con delicadeza. Era ejecutiva y su esposo militar.

Cierta vez que me agarró la noche en la calle, después de salir de una biblioteca, salí a toda prisa por la vía principal de un barrio de estrato alto, cuando de pronto escuché que alguien me silbó dos veces y después pronunció mi nombre. Volví la mirada y era la señora Belinda saliendo de un supermercado. Seria, como siempre, me llamó con la mano. Crucé la calle y nos saludamos con mucha formalidad.

-Menos mal que lo encuentro, Erick -dijo-. Tengo un problema en mi apartamento. De repente, media casa se ha quedado sin luz.-

Subimos a su apartamento que quedaba en un tercer piso. Esa noche, la señora Belinda vestía un trajecito corto, pero de tela gruesa. Me imaginé que debajo tendría algún short.

-Siga por aquí- me dijo, llevándome a una especie de sótano que había después de la cocina. No dejaba de hablar. Cuando bajé la escalera del sótano, le pregunté:
-Dónde está el daño???- me dijo:
-Aquí.- Volví la mirada y la encontré con una pierna levantada, mostrándome su vulva gorda y tupida de pelos negros. Me asusté, pero sonreí diciéndole:
-Qué bonita la tienes.- Ella se puso sería y repuso:
-Respete. No me tuteé. Más bien venga y métame la lengua aquí.- dijo señalándome el sexo.

Salté como un tigre y me acomodé en los dos últimos peldaños de la escalera. Esa gruta gorda y peluda estaba caliente y se fue mojando en menos de un segundo, mientras yo paseaba mi lengua desde su clítoris hasta sus profundidades. Les cuento que la de la señora Belinda es la pepita más larga que he visto en mi vida, tan larga que la absorbí y me llegó hasta la garganta. Todo el jugo de su raja perfumada me inundó la boca, porque la vieja puso su mano derecha en mi nuca y me estrellaba la cara hacia esa selva roja y carnuda que vibraba con mi lengua. Cuando al fin explotó, me sequé la cara con la mano, esperando que me dijera: «Váyase». Pero todo lo contrario: Me hizo sentar en un peldaño más alto. Se arrodillo y sacó mi verga de mis pantalones, la cual parecía un tizón encendido, y se la metió completa en la boca, mientras decía algo así como «tadfacoitadvedgó». Lo dijo varias veces. Le pedí que se explicara. Sacó el plátano de su boca y dijo:

-Tan flaco y tan vergón, carajo-.

Siguió chupando con mucha furia, con fuerza, con boca y garganta hambrientas. Creí que se tragaría mi picha y hasta sentí que iba a botar toda mi leche en su garganta, pero no fue así. La vieja se levantó, se quitó el trajecito y me ordenó despojarme del pantalón. Entonces se sentó sobre mí, y sentí como mi falo corría dentro de ella, estrellándose sobre una cosa dura que ella tenía dentro de su chucha. La vieja subía y bajaba con tanta fuerza que yo empecé a respirar duro sintiendo que me venía, pero no fue así: La señora Belinda detuvo el ritmo y con la mano derecha le dio una vuelta brusca a mis bolas e impidió que eyacularan. Luego se bajó y de inmediato se puso en cuatro patas, ofreciéndome su ano rojo, arrugado y provocativo. No fue difícil meterle la verga, porque creo que la vieja se había puesto vaselina. Pero lo que sí sentí demorada fue la eyaculación, porque la señora Belinda tenía el culo más apretado que he sentido hasta ahora. Eso sí, la mujer comenzó a gritar obscenidades:

-Siga, joven, siga papito que su verga me gusta. Métamelo duro, sáqueme la mierda y écheme toda esa leche en el culo, duro, más duro, carajo-.

Lo último que dijo (lo de la «mierda»), pensé que era sólo fantasía, pero cuando oí su orden, «Sáquelo, sáquelo rápido», lo entendí todo. Lo saqué inmediatamente, mientras la vieja soltó varias pedos sonoros que culminaron con un chorro de mierda líquida que se mezcló con la leche que yo eché en medio de sus nalgas. Quince minutos después nos estábamos bañando. Ella me lavó bien la verga sin dejar de admirarse:

-Hasta dormida, su picha es gorda y larga, muchacho- dijo.

Luego nos vestimos y cuando estábamos en la sala tocaron el timbre dos veces. Me asusté. Pensé que era su marido, el militar. Pero no: Se trataba de un muchacho como de mi edad, a quien ella saludó con mucha formalidad. El joven traía un maletín de lata, como los que usan los plomeros. Lo hizo entrar y luego se dirigió a mí:

-Erick, ya puede irse. Gracias por todo. Este joven tiene que arreglarme otro daño que tengo en el lavadero-.

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