Mi secuestro III

Y, claro, luego me tuvo que tocar a mí. Ya conté en los relatos anteriores sobre el día que Marcela me había «secuestrado» y había hecho conmigo todo lo que quiso. Ahora había llegado el momento de mi venganza. Para no perder el efecto sorpresa, yo decidiría sin decirle cuando sería ella la víctima.

Por eso, dejé pasar más de dos semanas. Tuvimos sexo con la misma pasión de siempre, pero sin ningún tipo de dominación. Cada noche, ella esperaba el momento en que yo sacaría las cuerdas para atarla, pero yo le decía que eso pasaría en el momento más inesperado. Y así fue.

Un viernes habíamos salido a comer afuera con varias compañeras de la facultad.. Ninguna de ellas sospechaba de nuestra relación. Por eso, Marcela me miraba con una pequeña sonrisa mientras yo me quitaba el zapato y pasaba mi pie a lo largo de sus piernas y lo subía por debajo de su vestido casi hasta su entrepierna.

Estuvimos en un restaurant hasta cerca de la medianoche, cuando nos despedimos de nuestras amigas y nos dirigimos al estacionamiento. Marcela había dejado el auto en el subsuelo y al llegar era el único que estaba en el lugar. Era el momento de actuar. Ella se acercó para abrir el auto, y se sorprendió cuando le dije:

-Mmmm, me parece que no vas a poder manejar vos…

Me miró sin comprender, y luego puso una sonrisa enorme cuando vió en mis manos las cuerdas y un rollo de cinta para embalaje que yo había sacado de la cartera.

-Esto si que no me lo esperaba… ¡qué perversa que sos, bebé!

Resignada, se dió vuelta y cruzó sus manos tras la espalda, donde yo las amarré dando varias vueltas de cuerda hasta dejarla indefensa. Mientras ella, muy curiosa sobre su futuro, preguntaba cómo llegaríamos a casa, cómo haría yo para que nadie la viera en esa posición, apagué sus palabras con un largo beso en los labios

-No te preocupes, amor… nadie te va a ver.

Entregada, abrió la boca para que yo pudiera colocarle dentro un pequeño pañuelo, que aseguré con buen trozo de cinta. Abrí la puerta trasera del auto y la hice recostar sobre el asiento. Allí, amarré sus tobillos muy juntos dando varias vueltas alrededor, y la miré un momento. Se la veía tan dulce. Tan indefensa. Tan sexy con su elegante y corto vestido negro, al igual que sus medias y zapatos. Una mujer de 29 años con mucha clase, en manos de una chica de apenas 19. La cubrí con una sábana que había guardado en el baúl, y emprendimos la vuelta a casa.

El viaje fue muy divertido, al menos para mí. En cada semáforo que me detenía, pasaba la mano hacia atrás bajo la sábana, acariciándole los muslos y luego dándole alguna suave palmada, que ella respondía con algún MMMPPPHHH.

Finalmente llegamos al estacionamiento de casa. Le desaté los tobillos, le quité la mordaza y cubriéndola con mi saco para que no se vieran las ataduras que aseguraban sus manos, la llevé hasta el departamento. Toda la situación nos había puesto muy cachondas, y ni bien entramos a la habitación, la puse de frente a mi, le apoyé las manos sobre el culo y nos besamos como bestias.

Le desaté las manos por un momento, y le ordené que se desnudara completamente, cosa que ella hizo sin dudar, mirándome desafiante ante cada movimiento.

-Listo… ahora qué pensás hacer conmigo…

La hice acostar boca arriba sobre el colchón. Amarré sus muñecas tan fuerte como pude, y con otra cuerda las aseguré sobre su cabeza al respaldo de la cama. Quitándome los zapatos y las medias, me paré sobre la cama, y continué desnudándome lentamente sobre ella, mientras dibujaba con mi pie su cuerpo rozando apenas cada parte en un movimiento que la volvía loca de excitación. Sabiendo que ella tenía una particular debilidad por mis pies, lo acerqué a su boca Casi con desesperación comenzó a lamerlo y a succionar cada dedo. Yo sentía que estaba hirviendo por dentro, pero no quería apresurar el momento. Como para aumentar todavía más la excitación de ambas, bajé de la cama y abriendo sus piernas amarré cada tobillo a cada uno de los postes. Luego me acosté sobre mi cautiva y comencé a mover mi cuerpo, penetrando su boca con mi lengua y evitando tocar su sexo por más de dos segundos. Su desesperación aumentaba tanto como sus gemidos. En el momento en que no aguanté mas, me arrodillé ubicando mi pubis sobre su rostro, y tomándola del pelo la obligué a hacerme acabar. Su lengua se movía como una víbora dentro mío y no pasó más de un minuto hasta que sentí un fuerte escalofrío por todo mi cuerpo.

Con la respiración entrecortada, Marcela me suplicaba que la hiciera suya… que apagara ese incendio que tenía entre las piernas. Como respuesta, me limité a amordazarla, vendarle los ojos y disfrutar sádicamente de su sufrimiento. Nunca la había visto en ese estado… creo que realmente trataba con todas sus fuerzas de desatarse contorsionando todo su cuerpo, elevando las rodillas, moviendo los pies tanto como podía, retorciendo las muñecas bajo las fuertes cuerdas, gimiendo bajo su mordaza. Como para mantener su fuego, yo magreaba sus muslos, mordisqueaba sus pezones, pasaba mis manos, mis pies y mi lengua por todo su cuerpo, evitando sólo un lugar:

El lugar que ella tanto deseaba. Sólo cuando me apiadé de su sufrimiento, busqué vibrador ya habíamos utilizado y un juguete nuevo que yo había guardado para esta ocasión: un consolador doble ajustable a la cintura, de manera que ambas seríamos penetradas. Yo nuevamente me sentía al límite de mi excitación. Encendí el vibrador y lo hundí sólo un segundo dentro de su sexo totalmente húmedo. Como la venda de los ojos le evitaba conocer mis movimientos, cuando saqué el vibrador volvió a contorsionarse esperando más.

Por eso, muy lentamente como para no lastimarla (aunque en verdad no era demasiado grande) lo hundí dentro del agujero del culo, mientras ella gemía indefensa moviendo la cabeza de un lado a otro. Me coloqué el consolador doble, introduciendo una parte dentro de mi sexo y lo ajusté a mi cintura para dejar el otro falo de goma listo para penetrar a Marcela. El vibrador continuaba haciendo su trabajo dentro de su agujero negro, y los gemidos eran cada vez más fuertes, al igual que el movimiento de ascenso y descenso de sus caderas. Ella sin dudas no esperaba lo que venía. Por eso la mordaza apenas pudo controlar su grito cuando en sólo un movimiento me hundí dentro de ella, y comencé a moverme salvajemente de adelante hacia atrás, amasando sus pechos, sacando fuera toda la calentura que yo misma sentía al ser penetrada en cada movimiento por el falo que tenía dentro de mi propio sexo.

Fue un momento…. un momento inolvidable. Cada estocada sacaba a Marcela de quicio, la movía frenéticamente como una descarga eléctrica sobre su cuerpo.

Todo su cuerpo tensionado subía y bajaba. Sobre las últimas embestidas, recuerdo haber mirado sus muñecas atadas y puños totalmente cerrados, y en un segundo descubrir cómo se abrían, desvaneciéndose junto con ella.

Literalmente violé a Marcela y acabé desplomándome sobre ella, que yacía prácticamente desmayada.

Minutos después, quité los pañuelos que cubrían su boca y sus ojos, y la desaté. La ayudé a recuperarse a fuerza de mimos, masajes y besos. Ella me confesó que, pese a que en un momento me odió por todo lo que le hice, había disfrutado mucho en el papel de secuestrada. Tanto que, cuando yo me disponía a apagar la luz para dormir, me preguntó como lo más normal del mundo:

-¿Qué hacés?

-Voy a apagar la luz… ¿por?

Mostrando las cuerdas que aún estaban en la cama, respondió:

-Y… yo podría escaparme durante la noche.

Reímos juntas, y mientras ella, totalmente entregada, se acostaba boca abajo cruzando sus muñecas tras la espalda, yo amarré sus pies juntos, para luego hacer lo mismo con sus manos. Ahora sí, apagué la luz me recosté abrazándola, y nos entregamos ambas a un profundo y merecido descanso.

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