Placer sobre ruedas

Desde que salieron en el auto, ella le comenzó a mostrar sus redondos muslos blancos, adornados de un tenue cerquillo de vellos recortados con cuchilla de afeitar. Él la acariciaba bajando su mano derecha, entre los necesarios cambios de velocidades, hasta sus preciosas piernas de piel exquisita y finamente rasuradas.

Cada vez que pasaban bajo algún haz de luz de la calzada, ella levantaba su saya para que él disfrutara del intenso espectáculo del encuentro de sus muslos con el pubis de espesa pelambre negra sin ningún afeite ni retoque. Los vellos de su monte eran tan abundantes que se extendían incluso hasta la base de los muslos. Ella era verdaderamente una mujer velluda en su sexo. Desde que saliera de casa, no llevaba bloomers.

El cuerpo de la mujer era exquisito.

Ella subía sus pequeños y sensuales pies en el tablero del auto, sobre el porta guantes y las bellas pantorrillas se delineaban perfectamente a la luz del camino. Al chofer le gustaba que las mujeres calzaran, como esta, abiertos zapatos con tacones altos y finos que destacaran la belleza de los tobillos. Dejó de hacerlo cuando él abarcó con su mano todo el abultado triángulo de su sexo mientras sostenía el timón con su izquierda. Introdujo primero uno, luego dos y hasta tres dedos en la caliente hendidura de la mujer que ya estaba rebosante de humedad. Comenzó a masturbarla.

Ella se acomodó, inclinando el asiento hacia atrás, para gozar de todo lo que le hacía el hombre.

La calzada parecía avanzar hacia ellos al ritmo del movimiento de la mano del hombre, de una cadencia cada vez más intensa. La mujer gemía de placer y sus ojos se entornaban de goce. Por momentos se quejaba cuando los dedos de su masturbador penetraban demasiado profundos. Quiso sacarse la blusa, en medio de su locura, para descubrir sus pequeños pechos, cuyos marrones pezones estaban erectos por el placer. El hombre los disfrutó por un instante y le pidió a la mujer que los ocultara para que no le vieran los senos desde la calle al pasar. Tenían que evitar las detenciones en los semáforos para no interrumpir el coito manual. La mujer gozaba mientras el hombre la disfrutaba con la mano y los ojos, compartiendo estos últimos con el tráfico de la vía. Así lo estuvieron haciendo hasta que ella gritó y se vino como una ternera. Le lleno de blanca y caliente leche la mano al hombre. Él le dijo-! puta, que rica estas! -y le pegó duro varias veces en los muslos y en las nalgas cuando! ella se recostó de lado en el asiento, exhausta, poniendo sus redondeadas nalgas hacia él. !No, que me duele!- dijo ella. Él respondió-! Puta! -y le pego de nuevo. A ella le encantaba que el hombre la gozara así.

Ahora ella terminó de sacarse la saya y la blusa, quedando totalmente desnuda en el asiento. El hombre protestó por desnudar los menudos senos pero ella se agachó hacia él y desabrochando sus portañuelas, introdujo en su boca el miembro del hombre, que estaba mojado y mediano. Mientras ella succionaba, el pene del hombre crecía y ella tuvo que interponer una mano en la raíz del miembro para que no le llegara a la garganta. A veces la mamalona se rebelaba cuando el hombre le empujaba la cabeza para que tragara a profundidad. A ella parecían aguársele los ojos en una mezcla de disfrute y asfixia.

El hombre gimió- voy, ya voy, aguanta- y con un estremecimiento de su cuerpo, echando hacia delante sus caderas, comenzó a venirse en la boca de la mujer. Por un instante el auto perdió su control, pero el hombre, reponiéndose de la pérdida momentánea de la vista, pudo recuperar el dominio mientras continuaba viniéndose lentamente, hasta la ultima gota. La mujer tragó y se enjugó los labios con el dorso de la mano, quitándose pequeños trozos de esperma de las comisuras.

A pesar de que llevaban casi veinte años de matrimonio, desde que se casaron en plena adolescencia, ella seguía siendo tan puta con su marido como el primer día.

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