Ah! Lujuria II

Ahora «casi» es tiempo presente; la verdad es que comencé tratando de volcar en palabra escrita las imágenes de los últimos sucesos (lo que ustedes leerán en las siguientes partes) y, a poco de ello, me dí cuenta que faltaba un nexo entre el ayer y el hoy. Así nace ésta Parte II, y por ello lo del «casi» tiempo presente.

Ahh, lujuria ! [PARTE II] Sin dudas, fue una artimaña obscena y execrable la que usó Alberto para arrancarme aquél orgasmo. En los días subsiguientes lo odié tanto como lo deseaba. Maldito seas, Alberto era un latiguillo permanente en mis pensamientos. Y a pesar que muchas veces mi marido y yo nos contamos nuestros deslices como forma de mantener el caldero encendido en nuestra pareja, esta vez no pude hacerlo. Supo que lo hice con Alberto, pero nada más. Y para peor, cada vez que me cruzaba con mi madre – cada dos o tres días por medio, ya que muchas veces viene a ayudarme con las tareas hogareñas y a conversar – me subían los colores. Tenía vergüenza, sí, muchísima vergüenza. Me lapidaba a mi misma y me esforzaba por no pensar y por borrar de mi mente esa imagen cruda y cruel de Alberto con mi madre. Pero, a pesar de la vergüenza, en la soledad del atardecer no podía controlar el deseo que me provocaba esa imagen. Por supuesto que racionalmente lo negaba, pero en mis pajas una y otra vez la imagen se repetía hasta desfallecer rendida. En dos semanas bajé de peso y profundas ojeras enmarcaron mis ojos. Mamá intuyó que algo malo estaba ocurriendo y preguntó, pensando que la causa era alguna rencilla doméstica con mi marido, lo cual negué rotundamente. Pero no podía decirle la verdad. Busqué a Alberto, lo enfrenté y me negué a hacer lo que había prometido. Con su sonrisa complaciente me calmó y me entregué. Error, grueso error. Justo cuando estaba al borde de mi primer orgasmo, en ese mismísimo instante en que una mujer necesita correrse, el degenerado se retiró de mí, se levantó y con ironía sin par me desafió: «ya sabes, si quieres, ya sabes lo que yo quiero». Y dicho lo cual dio media vuelta, se vistió y salió de la habitación. Tendría que haberlo arañado, golpeado, violado; sin embargo, en el estado en que me encontraba, créanlo o no, lo único que pude hacer en ese momento fue… masturbarme, odiándolo. Decididamente, tendría que haber dado vuelta la página y olvidarme para siempre de él. Sin embargo, al otro día, me… rendí. Indagué en mamá tratando de saber de sus éxitos y sus fracasos en su vida sexual, buscando claves que no encontré. Mamá es aún una mujer deseable, alta y de formas cuidadas y esbeltas. Es dicharachera y juguetona y afectuosa aunque reservada en esos temas. Supe que había tenido oportunidades de ser infiel pero que las había dejado pasar. Supe que, en parte por su educación y en parte por vergüenza, nunca se atrevió a más. Ella indagó en mí y vi una pequeña oportunidad: de a poco, fui contándole de mis aventuras y de mis escapadas y de mis deseos y, sobre todo, de mis libertades. Con cada comentario observaba atentamente sus rubores y sus asombros. Me atreví a más y un día dejé ex profeso una revista condicionada al alcance de su vista en mi dormitorio y, luego, al regresar, le pregunté con una sonrisa trasparente qué le había parecido «el material de lectura», a lo que me respondió con otra sonrisa y un «muy interesante» y las mejillas encendidas. Días después esperé su llegada sentada en el bidet, mi falda subida, mis dedillos en acción acariciando mi botoncillo, la puerta del toilette casi cerrada pero dejando una rendija suficiente como para no pasar inadvertida. Por supuesto que la escuché abrir la puerta y entrar, por supuesto que la oí llamarme y por supuesto hice oídos sordos a ello mostrándome con la cabeza hacia atrás y los ojos entrecerrados, concentrada en mí; sorpresivamente me vino un orgasmo y abrí, como siempre me ocurre en esas circunstancias, abrí desmesurada y espontáneamente los ojos. Mientras mis manos se encharcaban vi por un momento su sombra tras la puerta. Haciéndome la desentendida me sequé, me levanté y salí del baño, poniendo en juego mis dotes de actriz para lanzar una exclamación de sorpresa cuando la vi en medio de la cocina, esperándome. Mamá !!, no te oí entrar, me disculpé. Lo que siguió fue una comedia de enredos y frases con doble intención, con una final invitación mía hacia mi madre para que probara algunos de los chiches de autosatisfacción que guardaba en un cajoncillo oculto en el neceser del baño. Risa contenida, respiración agitada y mejillas encendidas fue lo que de momento conseguí. Y también, preguntas que marcaban su interés. En las oportunidades siguientes no me atreví a avanzar más, tenía temor de que se asustara y echara todo a perder. Hasta que – sin doble intención y con sincera inocencia de mi parte – me fui a duchar preparándome a salir de casa mientras mamá preparaba café en la cocina. Desnuda y expuesta ví cómo mamá entraba al baño, levantaba su falda, deslizaba su bombacha hacia sus pies y se sentaba en el bidet para hacer pis. Por largo momento no pude quitar mis ojos de su centro, mis pezones se irguieron, y para cuando levanté la vista supe que ella también miraba mi centro. No hicieron falta palabras, me dí cuarto de vuelta avergonzada y bañé mi rostro en la ducha, tratando de no pensar. Disculpame hija, no quería molestarte, me dijo con voz trémula mientras se secaba y se levantaba. Ay mamá, no seas tonta, arremetí, ya somos grandecitas ¿no? (y completé, lanzándome a la pileta) además, vos podrías coger frente a mí que a mí me va a dar gusto, no vergüenza, mientras cerraba el grifo y tomaba la toalla. Por el momento, el incidente allí terminó. Una semana después supe que mi madre había debutado. En su inexperiencia, el sabor y el perfume agridulce de sus secreciones fueron notorios para mí en ese aparatito. Me reí y me alegré, por mí y por ella. No me atreví a decirle que la había descubierto, pero le compré unas bragas de satén y encaje muy atrevidas – para lo que ella acostumbraba a usar – con una abertura en la entrepierna y se la regalé primorosamente envuelta junto al chiche que ella ya había usado. Silvi, estás cada vez más atrevida vos, me dijo al verlo, retándome sin retarme, de mentirillas. La abracé, jugué como un gatito a su alrededor, le cubrí las mejillas de besos, una y otra vez, expresándole mi alegría sin par. No sabés cuánto gusto me dá sentirte tan mujer y tan caliente, ma, le dije, entre otras cosas. Me dá vergüenza todavía, me dijo entre otras cosas. Y con papá, cómo están las cosas?, pregunté mientras compartíamos un café ya más relajadas. Como siempre, hija, bien, normal, o qué se yo, desgranó. Ya hemos perdido la costumbre del sexo, pero, a lo mejor, quién te dice, con un poco que ponga de mi parte a lo mejor puedo recuperar aunque sea un polvito mensual, terminó entre risas. Dos días después me conmovió y morí de risa mientras me confiaba su «accidente» con el vibrador, el eléctrico, que no supo como parar. Antes de salir – iba a encontrarme con Alberto – me volví a duchar y esa vez lo hice con la secreta esperanza que ella tomara alguna iniciativa. Nada. Salí de la ducha y me sequé. Nada. Le ofrecí mi desnudez tomando el café frente a ella. Nada. Me vestí y antes de salir remolonié, esperando algo, alguna pregunta que me diera pié para decirle que me iba a comer el mejor tallo que había conocido en toda mi vida. Nada. Voy a hacer pis antes de irme, má, le dije, encaminándome al toilette. Yo también tengo que hacer, dijo, siguiendo mis pasos. Bajé mi tanga, subí mi pequeña falda y me senté en el bidet; ella hizo lo mismo, casi al mismo tiempo que yo, sentándose en el wc. Hizo, hice. Ay mamá, estoy que hiervo, necesito pajearme antes de verlo a Alberto, dije recostando mi cuerpo hacia atrás y llevando mi mano a mi entrepierna. Yo también, hija, me devolvió con un hilo de voz copiando mis movimientos. La corrida de ambas fue.., bueno, ustedes saben, terrible. Creo que en ese momento mamá también comenzó a comprender el significado de esa pequeña palabra. Lujuria.

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