El despertar de un hijo

Durante toda mi adolescencia viví de espaldas a la realidad familiar. Como adolescente creí que en la negación de la familia iba a encontrar la manera de crecer como persona. Ignoraba a mi hermana a y mis padres como individuos y los veía como una presencia impuesta de la que tenía que huir.

Pero poco tiempo después de cumplir los diecisiete años mis padres decidieron separarse y de golpe me vi inmerso en una nueva realidad. La alteración de la rutina me hizo descubrir que yo también formaba parte de ese grupo que ahora se disolvía delante de mis narices. La ruptura y el juego de sentimientos me presentó ante mí a unas personas que se debatían por preservar su parcela de existencia y de individualidad.

La separación fue de mutuo acuerdo; sin violencia y sin trámites legales. Mi padre se fue a vivir fuera de casa y le acompañó mi hermana; con mi madre me quedé yo, no por una cuestión de sentimientos, sino porque pensé que viviendo con mamá tendría más libertad de movimiento. De todas maneras me extrañó que mi hermana se fuera a vivir con papá.

La verdad es que no conocía las razones de la separación, aunque no tardaría mucho en descubrirlo.

Desde hacía algunos años, en verano alquilábamos una pequeña casa en el campo en un pueblo de montaña muy cerca de Barcelona. Allí solíamos pasar la vacaciones y se decidió continuar haciéndolo sin necesidad de poner turnos de ocupación y sin que importara que alguna vez coincidiéramos los cuatro.

Un verano, estando mi padre instalado en el pueblo, coincidimos mi hermana y yo en Barcelona el día antes de que ella se fuera también de veraneo con papá y le comuniqué que la acompañaría. Me dio la sensación de que no le hacía mucha gracia, pero quedamos en subir juntos en su coche.

En aquel momento no entendí a qué se debía aquella actitud. Mi hermana y yo siempre habíamos sostenido una buena relación y no existía ninguna razón, que yo supiese, para aquella actitud. Pero no tardaría demasiado tiempo en ver que tenía que ver con la separación de mis padres.

Mi hermana, de diecinueve años durante aquel verano, y mi padre, de cuarenta y tres, eran amantes, mi madre lo descubrió y se rompió el matrimonio. Se separaron por la imposibilidad de continuar viviendo juntos ante la voluntad irrenunciable de ellos dos de seguir con la relación incestuosa. Se amaban y se deseaban y entre los tres decidieron que lo mejor sería que cada cual continuara su vida por el camino que había escogido. Como ya he dicho, sin ningún trauma especial. Mi madre lo que no aceptó no fue el incesto de su hija -esto lo supe más tarde-, sino que esa relación se realizara bajo el techo familiar como si las relaciones sentimentales entre mis padres no se vieran afectadas por ello. Sencillamente se había roto el matrimonio y no importaba, moralmente, la razón. Todo esto no lo supe ese fin de semana, sino más tarde cuando los propios implicados me lo contaron.

Ese fin de semana sólo asistí a un panorama por un lado excitante y morboso y por el otro a una situación extraña en la que yo no pintaba nada, por lo que decidí volver para Barcelona el domingo por la tarde.

Mientras tanto pude contemplar a escondidas escenas que me pusieron a cien y que me obligaron a masturbarme más en dos días que en un solo mes. No hicieron ninguna exhibición delante de mí. Las sesiones amatorias las guardaban para la noche, cuando suponían que yo dormía. Pero, de todas maneras, me sorprendió el aire deshinibido y de despreocupación de mi hermana. Se paseaba por la casa muy ligera de ropas. A veces con una camiseta larga, sin nada debajo, que no impedía que con cualquier movimiento se le viera el culo, o el coño cuando se sentaba en el sofá para mirar la tele. Yo les miraba de reojo y notaba una cierta complicidad mientras ella movía los muslos abriendo y cerrando las piernas ante mi padre.

Otras veces se paseaba por la casa sólo con un tanga, mostrando sus redondeces juveniles: un culo prieto y una tetas no demasiados grandes, pero sí duras y firmes. Tanta exhibición , aparentemente familiar y cándida, me permitió ver en mi hermana lo que era: una mujer. Y me excitaba su presencia y sus carnes.

Me masturbaba a escondidas espiándola mientras tomaba el sol desnuda en la terraza; o tras la puerta del comedor mientras ellos ignoraban que yo miraba y ella jugaba a chuparse el dedo y a pasarlo sobre su coño abierto delante de mi padre.

Pero lo bueno llegaba por la noche. Desde el primer momento supe que dormían en la misma habitación y no me fue muy difícil poderlos observar durante sus largas folladas. Creí volverme loco. Nunca hubiera pensado que unas escenas sexuales entre miembros de una misma familia pudieran excitarme tanto. No diré que allí en la cama sólo eran un hombre y una mujer jodiendo porque el plus de morbo lo daba saber que eran padre e hija: mi padre y mi hermana. Se les veía joder con una pasión fuera de medida. Mi hermana chupaba con delección la polla de papá y éste saboreaba hasta el último rincón de su coño entre quejidos y ayes de placer. Follaban en todas las posiciones y se recreaban en llamarse explícitamente papá e hija, señal inequívoca del placer que les producía estar pervirtiendo el orden social.

Pasado el fin de semana volví a mi casa. Ya no pude sacarme de la cabeza el recuerdo de las imágenes vividas, que fueron motivo continuo de excitación y excusa para mis masturbaciones. Sin duda algo había cambiado en mí: el campo de referencias sexuales se había ampliado y esto me llevó a ampliar mi curiosidad. Empecé a fijarme en mi madre como objeto de deseo.

Mamá contaba entonces con treintisiete años y aunque poseía un buen cuerpo, no era precisamente mi modelo de mujer. Pero eso no me importó lo más mínimo. En mi deseo no era prioritario ver en ella a la mujer de mi vida. Lo que contaba era exclusivamente el hecho de que era mi madre. Esta fijación me permitió ver en el desarrollo de mi vida familiar cosas que pasan desapercibidas cuando no son objeto de atención.

Una de ellas era que mamá no utilizaba nunca ropa interior. Caí en la cuenta de ello espiándola, pero también lo confirmé al darme cuenta de que con la ropa tendida nunca había bragas ni sujetadores. Este detalle me excitaba sobremanera especialmente si iba con ella por la calle y me imaginaba su desnudez bajo sus vestidos veraniegos o sus cortas faldas.

A partir de aquel momento no perdí ninguna ocasión para espiarla. La verdad es que a partir de entonces buena parte de mi vida la dirigí hacia ese objetivo procurando no llamar la atención. Durante las primeras semanas mamá no era consciente del deseo que estaba despertando en mí. Su comportamiento era absolutamente natural y vacío de toda provocación.

Empecé a relacionarme mucho más con ella. Procuraba acompañarla a todas partes y manteníamos largas conversaciones. Ella lo atribuía a la nueva situación familiar; a un deseo por mi parte de hacerle compañía y de equilibrar la descompensación por la ausencia de mi hermana.

Espiar a mamá en su intimidad fue muy sencillo. Vivimos en una casa antigua en la que todas las habitaciones tienen ventanas que comunican con las habitaciones contiguas, con lo que convertí su dormitorio y el cuarto de baño en mis centros de observación. De todas maneras, me excitaba mucho más observarla en situaciones normales yendo y viniendo por el resto de la casa. Cualquier movimiento que hiciera mamá era aprovechado por mí para contemplar su hermoso culo bajo sus cortas faldas u otras prendas. O sus tetas, insinuándose bajo las blusas o las camisetas de tirantes marcando siempre unos duros pezones.

Descubrí que mamá era una mujer caliente que se masturbaba asiduamente, en el cuarto de baño o por las noches en su habitación mientras yo, apostado en mi lugar de observación, hacía lo propio. Nunca había alcanzado hasta entonces tan alto grado de excitación.

Un día que fuimos de compras decidimos comprarnos unos bañadores nuevos. Escogimos unos en unos grandes almacenes y nos dirigimos hacia los vestidores para probarlos. La suerte se alió conmigo. Había mucha gente y solamente quedaba uno libre. No hicimos ningún comentario y como si se tratará de la cosa más natural del mundo entramos los dos. Nada más cerrar la puerta mi excitación se desbordó. Ya me imaginaba a mamá quitándose el vestido que llevaba y quedándose totalmente desnuda delante de mí. Y así fue. Sus manos levantaron la ropa y aparecieron ante mí sus tetas, su culo y su coño limpios, como siempre, de toda lencería. Pero, ¡qué sorpresa! Su coño ofrecía un nuevo aspecto que yo no había observado hasta entonces. Lo llevaba totalmente depilado. ¡Qué delirio! Sus labios se abrían paso a través de su raja. Rosados y provocadores. ¡Madre mía! Y nunca mejor dicho. ¿Cómo iba yo a probarme el bañador desnudo delante de ella con la erección que llevaba encima. Pero me concentré todo lo que pude haciéndome el despistado y conseguí, al menos, no mostrar una erección descarada. Nos colocamos distintos modelos y nos dimos el visto bueno a un par de ellos.

Ya teníamos los bañadores. Ahora tocaba ir a la playa y así lo hicimos al día siguiente. Claro que esa noche me quede seco de masturbarme espiándola como casi cada día y reviviendo las imágenes de la mañana.

En la playa toda contemplación de los cuerpos semidesnudos se realiza con mayor naturalidad y es más fácil dominar la excitación. Mamá lucía uno de los nuevos bañadores. Un pequeño tanga que dejaba sus espléndidas nalgas al descubierto mientras sus tetas se dejaban acariciar libremente por el sol.

Cuando mamá se empezó a poner crema protectora vi la luz. Me ofrecí a ayudarla para untarle la espalda. Mamá se echó sobre la toalla y por primera vez pude acariciar el cuerpo deseado. Pasé mis manos temblorosas de excitación por su espalda y por sus piernas y me dije «aprovecha la excusa, ahora o nunca». Subí las manos por las piernas y acaricié su culo con parsimonia. La unté entre los muslos rozando su coño pero sin excederme. Volví a la espalda y acaricié los laterales tocando sus tetas. Ningún sobresalto. Mamá me dejaba hacer. Más aún, un leve movimiento de su cuerpo me permitió alcanzar una de sus tetas en toda su superficie y pude sentir su pezón crecer y endurecerse al contacto de mis dedos. Puedo asegurar que todo mi cuerpo temblaba.

La mañana transcurrió de la manera más natural. Tomamos el sol, nos bañamos y hablamos sin mencionar nada de lo ocurrido. Comimos pronto y decidimos volver.

Una vez en casa mamá se dejó caer en el sofá.

-La playa me agota. Creo que haré una siesta.

Se echó a lo largo del sofá y a los pocos minutos ya estaba dormida. Con el movimiento y dado lo corto que era el vestido que llevaba su coño y su culo quedaron al descubierto. Fue una hora larga de contemplación. Casi el tiempo que duró la paja que me hice sentado en el suelo con la cara a dos palmos de sus carnes desnudas.

Cuando se despertó yo ya no estaba ante su presencia para evitar sospechas y el resto del día transcurrió con normalidad. Con la «normalidad» imperante.

Volvimos a la playa en diferentes ocasiones y en todas ellas se repitieron mis caricias sobre el cuerpo de mamá con la misma excusa de la crema protectora.

Pero un día la situación cambió radicalmente. Volvimos de la playa como siempre. Me duché primero y me fui a mi habitación a leer. Después se duchó mamá. Al cabo de un rato oí la voz de mamá acercándose hacia mi habitación.

-¿Puedes ayudarme un momento?

-Sí, claro -respondí yo en el preciso instante en que mamá entraba totalmente desnuda.

-Ponme crema hidratante por la espalda, por favor -me pidió ante mi expresión de desconcierto y sorpresa-. ¿Qué te pasa, no es la primera vez que me ves desnuda? Anda, ponme la crema.

Mamá me dio el tubo de crema y se tumbó sobre mi cama, boca abajo. Me puse de rodillas a su lado y empecé a untar su espalda. Seguí el mismo rito que estando en la playa. Me entretuve en su espléndido culo, pasando las manos por su entrepierna pero esta vez sintiendo el calor de su coño desnudo. Volví a sentir el tacto de sus tetas y de sus pezones y juro que temblaba y sentía que mis pies estaban sobre el abismo, a un paso de transgredir el mas prohibido de los tabúes. De nada servía lo asumido que yo pudiera tener que mi madre era mi objeto de placer. Era mi madre y en lo más profundo de mi ser algo me decía que las cosas no estaban en su sitio. Pero el deseo me tenía pegado a su piel, aunque un cierto pudor me impedía tomar ningún tipo de iniciativa. Repetía una y otra vez los mismos actos de cada día en la playa.

En pleno éxtasis, mi madre se dio la vuelta ofreciéndome lo mejor de su humanidad.

-Vamos, continúa por delante, como si fueras un profesional del masaje -dijo mamá con los ojos cerrados, eludiendo mi mirada y sin darme tiempo a abrir la boca.

No me lo podía creer. ¿Era posible que se estuviera tomando aquella situación como un acto sin consecuencias, como si yo no fuera su hijo sino su masajista? La verdad es que en mi mente no había posibilidad de reflexión. Aquello era demasiado maravilloso e irreal como para no aprovecharlo. ¿Quién quiere despertar de un sueño maravilloso?

Continué poniéndole la crema pero ahora no me atrevía a tocarle los pechos; me parecía demasiado directo, demasiado premeditado.

-Venga, hombre, por todo el cuerpo, si no va a servir de nada -me invitó como si presintiera mis dudas.

Y a ello fui. Acaricié sus tetas y sus duros pezones y ante mis caricias intuí un ligero espasmo en su cuerpo. Algo muy suave y relajado, como un ligero estremecimiento continuado. Proseguí por su vientre y salté a sus piernas. Al subir hacia los muslos volví a acariciar su entrepierna y su suave y depilado pubis.

-¿Qué te parece mi coño pelón; a que resulta seductor? -dijo de repente mamá después de muchos minutos de silencio.

Yo no sabía si aquello era una pregunta retórica o si debía responder alguna cosa.

-¿Qué me dices? -insistió.

-¿Oh, sí! Es realmente muy tentador -le respondí sin saber muy bien qué decía y justo en el momento en que ella abría un poco más sus piernas y me mostraba su sonrosada abertura.

Era de vértigo; literalmente de vértigo. Pero mis manos continuaron con el masaje y me atreví a poner toda la palma sobre su coño y me entretuve en él arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

En ese momento perdí el mundo de vista. Cerré los ojos. Un estremecimiento subió desde la punta de mis dedos, recorrió toda mi columna vertebral y eyaculé dentro de mi pantalón corto en el instante en que noté un silencioso y prolongado espasmo de mamá.

Me quedé sentado a su lado y tras una breve pausa, mamá se levantó.

-¡Oh, qué bien. Qué relajante y tonificante! Gracias hijo -y se fue de la habitación como si nada.

«Gracias hijo». Gracias de qué, pensaba yo. No sabía qué había pasado, de verdad. Me quedé allí sentado, seguramente con cara de tonto; extenuado, vacío y desconcertado. ¿Qué había pasado realmente? ¿Había sido una invitación al placer; una provocación descarada, o el azar y la familiaridad recién estrenada nos había llevado a ese desenlace?

Mamá se había marchado como si no hubiera pasado nada; al menos nada que no estuviera bajo control. Pero ahora yo, en la soledad de mi habitación, ignoraba a qué atenerme. Persistía esa sensación de vértigo, de haber traspasado una frontera prohibida. Una sensación parecida a la que experimenta el niño que comete una travesura a escondidas y teme ser descubierto consciente de haber obrado contra las normas y presiente la severidad del castigo.

Cuando llegó la hora de la cena, comimos en silencio. ¿Qué hubiera podido decir yo? ¿Qué papel me tocaba jugar? Estuve toda la tarde reflexionando intentando saber el porqué me sentía así si había conseguido mi objeto de placer. No había tenido ningún problema moral durante todos los días anteriores. Espiaba a mamá sin pensar que en ello hubiera poca cosa más que un juego onírico e individual. Había una distancia real entre el objeto deseado y yo. Incluso las sesiones de crema en la playa formaban parte de ese juego.

Existía contacto físico; sí. Pero estábamos en un lugar público realizando una acción que otras personas también practicaban de forma natural. Aunque yo me atreviera a ir un poco más allá, nadie podía juzgar mi actitud. Era otra vez un juego individual, aunque ahora me permitía hacer trampas. Seguramente tampoco podía ser juzgado por mamá, puesto que mi transgresión podía ser inocente.

No pensé, tampoco, que en aquellos mismos instantes mi padre y mi hermana convivían maritalmente bajo el mismo techo, disfrutando de sus cuerpos en libertad. No pensé en que aquella situación era pareja a la mía, o que, al menos lo debió ser en su inicio. Ellos eran el «otro» y, por la propia educación que había recibido, no estaban sujetos a ningún juicio por mi parte.

Esa tarde, la diferencia radicaba en la complicidad; en que era un juego a dos, en el que uno era yo, sin unas normas claras. Encerrados entre cuatro paredes: recluidos en el gran útero. Con todo el mundo vigilante en el exterior; vigilando que se cumplieran las normas atávicas que sustentan el buen orden de las cosas: no robarás, no matarás, no desearás a la mujer del prójimo. Otra vez el miedo a ser descubierto: saldremos a la calle y todos leerán en nuestras caras el pecado.

Pero más aún. ¿Se pude volver a decir mamá; esa palabra que es poco más que un balbuceo infantil arrastrado desde nuestros primeros días y que pronunciamos con la misma indiferencia que la palabra «mesa»? Si la enunciaba en mi interior, mientras masticaba y deglutía la cena, la simple palabra se llenaba del contenido embargado por el uso cotidiano. El dilema estaba en cómo se puede compaginar el uso de tal palabra con la presencia de la mujer, con el deseo y con el instinto irracional.

Entre reflexiones fue pasando el resto de la cena con el mismo silencio con que se inició. Nos sentamos en el sofá a ver la televisión. Miré la pantalla sin ver nada. Sólo pensaba y pensaba. ¿Qué iba a ser de mí, de nosotros? Durante todos los días anteriores me había quedado claro -o al menos eso sentía-, que deseaba a mamá y ahora dudaba. Dudaba de mí, del papel que jugaba; de si era todavía un juego o nuestras vidas entraban en otra dimensión.

Y, entre dudas, la voz de mamá me devolvió a la realidad.

-Buenas noches, hijo. Me voy a la cama.

-Adiós, mamá. Buenas noches.

Y la palabra «mamá» quedó flotando en el aire durante unos instantes.

Me levanté al poco rato y me dirigí hacia mi habitación. Quizá el sueño borraría dudas y me daría fuerzas para afrontar la situación. Me lavé, me desnudé y me tumbé sobre la cama con la intención de dormir. En seguida vi que iba a ser imposible. Me senté apoyando mi espalda contra el respaldo de mi cama y por primera vez me volvió la imagen de mi madre mujer. Vi pasar en mi mente la película de toda la escena con mamá. No sentí ningún disgusto, al contrario; me gustó recordarlo y volví a sentir el tacto de su piel en mi mano.

Fue en ese momento que oí la puerta de la habitación de mamá, vino hasta la mía y se paró en la entrada. Su cuerpo desnudo quedaba perfectamente definido por el marco de la puerta. Nos miramos fijamente a los ojos. Me alegró tanto verla que sonreí. Ella me devolvió la sonrisa y su complicidad me despertó mis sentidos y mi polla empezó a crecer ante su presencia.

Acercó sus pasos hasta los pies de mi cama y se subió a ella de rodillas, avanzando hacia mí con movimientos lentos y gatunos. Cuando nuestras caras estuvieron frente a frente nos abrazamos y nos besamos cálidamente. Mis manos se posaron sobre su piel y recorrieron su cuerpo con toda libertad. Ahora sí sintiendo su tacto con todos los sentidos despiertos. La acaricié con avidez, con deseo y ella devolvía mis caricias mientras nuestras lenguas se buscaban la una a la otra. Me acariciaba la polla. Yo buscaba su clítoris, mis dedos jugaban con sus labios vaginales y se los introducía en el coño. Lamí sus pechos y sentía crecer sus pezones en mi boca. Lamí y besé todo su cuerpo, su coño, que llenaba mi boca de jugos mientras sus movimientos de pelvis evidenciaban su placer. Ella hizo lo mismo con mi polla: la besó y la chupó con deseo mientras su mano jugaba en un rítmico movimiento masturbatorio. Se separó un poco de mí dejando mi erección apuntando hacia el techo y, lentamente se fue sentando sobre mí. Como en cámara lenta, mi polla se fue introduciendo en su coño, poco a poco; poco a poco…

Tocamos el cielo con las manos. Qué dulzura, qué tibieza. Estar dentro de ella era cobijarse en el mejor de los refugios. La vuelta al útero materno. El reencuentro con el placer infantil y maternal de los primeros meses de vida. Jugamos durante toda la noche dándonos placer. Sus orgasmos inundaban la estancia y yo retrasaba mi eyaculación para evitar que la relajación y la laxitud melancólica rompiera la magia de ese instante sublime. Pero ese momento llegó. Coincidiendo con su último orgasmo, me vacié dentro de ella devolviéndole parte de la vida que ella me había dado. Caímos rendidos sobre el colchón y nos quedamos dormidos hasta el mediodía siguiente.

Me desperté pegado a su espalda, con mis manos abrazándola por delante sobre sus pechos. La bese sobre los labios. Ella se despertó, estiró su cuerpo y viendo el sol que se introducía en la habitación a través de las rendijas de la persiana, dijo:

-Hace un día espléndido para ir a la playa, ¿verdad?

-Sin duda. Cuando quieras.

-Pues venga. Recojamos nuestras cosas y aprovechemos lo que queda de mañana.

Después podemos ir a comer a un buen restaurante. Y si te apetece, este fin de semana podríamos subir a la casa de veraneo.

Tras un breve silencio nos miramos y emitimos una sonora carcajada tras su propuesta.

Con el tiempo y el paso de los meses… Bueno, el resto daría para contar varias historias. Sólo cabe decir que, para bien de los dos -y lo digo con conocimiento de causa-, siempre hemos tenido una cosa muy clara: nuestra relación es una extraña prolongación atípica de la vida familiar. Lo digo porque no existe ningún tipo de fijación enfermiza: nos queremos muchos -nada sería posible sin esta premisa-, pero no estamos enamorados; no hemos encerrado nuestras vidas en un callejón tortuoso sin salida. El sexo entendido exclusivamente como placer es un juego. Nada inocente, si se quiere, pero sólo un juego.

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