La primera vez que había visto a mi vecina no se limaba las uñas detrás de la ventana apurando la quejumbrosa luz del atardecer otoñal. Lo único que tenía en común era el escenario. La primera vez que la había visto salía de la ducha y la toalla que rodeaba su cuerpo jugaba a no perder el equilibrio con su vaivén en busca de prendas. Yo la observaba atrincherada tras la cortina de mi ventana hasta que el lienzo resbaló lentamente por su piel, de forma casual, dejando al descubierto la línea de su perfil.
Sin embargo, no era ese el detalle que me venía a la mente como un vendaval cuando saciaba mi deseo atormentado en la soledad de mis sábanas. Cuando mis manos recorrían la orografía de mi dermís, el recuerdo que surgía en mi mente era el de su voz escapando entre los labios, un buenos días en la escalera, tan casual como la caida de la toalla, tan suave y rítmico como las curvas de su cuerpo. Imaginaba aquellos labios gruesos sin llegar a ser groseros resbalando por mi mentón hasta alcanzar el cruce cin el cuello y el lóbulo de la oreja, donde la calidez del aliento dejaba escapar el susurro de otras palabras de ansia y deseo. Aquella sensación se colaba en mis entrañas rebelando el vello de todo mi cuerpo, incitando a mis manos que comenzaban a danzar por los recovecos de mi desnudez en busca de la excitación de mis pezones, bajo la mirada de soslayo de aquella boca que los recorría cadenciosamente, dejando escapar una lengua que se entretenía en revolucionar la circulación de la sangre con su meticuloso periplo. Cerraba los ojos y me dejaba arrullar por el sonido de mi respiración cada vez más pesada como si se tratara de la suya que crecía en excitación mientras avanzaba entre besos y suaves mordiscos por mi vientre, dejando un leve rastro de saliva hasta perderse entre mis piernas. Aquel calor iba craciendo hasta tornarse en fuego confundido entre gemidos incontrolados de una lengua que ahondaba entre los labios de mi sexo saciando su sed con la mirada sostenida del tramo de escalera. Arrebataba la contorsión de mi espalda en la entrega constante e imparable de su presión creciente en ritmo y fuerza que se perdía en lamento agitado y en tembloroso abandono. El sueño vencía la postrera imagen de una sonrisa ascendente en triunfal regocijo de aroma a sexo y placer que enredaba mis miembros apartándolos del vacío de la desnudez de mi lecho.