La Sunga

Un joven descubriendo aún su identidad sexual aprovecha la ausencia de sus padres y su hermana para vestirse de modo muy «especial». La llegada de un hombre, amigo de los padres, precipita los acontecimientos.

Yo no recuerdo desde cuando lo supe, pero siempre me gustaron los varones, y si bien no me identificaba del todo con la idea de ser homosexual, mucho no podía hacer porque era mi realidad.

Por otra parte, aunque yo trataba de disimularlo se me notaba. Nadie decía nada pero de alguna forma supongo que ya lo sabían.

Ya tenía 17 años, y era virgen. No tenía amigos gays y no sabía cómo manejarlo, así que me la pasaba pajeándome. Me encantaba vestirme con ropa la provocativa y como todavía era jovencito, todo lo puesto me quedaba bastante bien.

Yo aprovechaba cuando no había nadie en mi casa, para probarme también ropa de mi hermana ya que no me animaba mucho a comprarme lencería y ropa erótica. Lo único que si había adquirido complacido era una sunga, tejida al crochet. Me excitaba, me transformaba.

Una noche estaba en mi casa solo. Mis padres y mi hermana se habían ido a la costa y yo me había quedado porque tenía un examen que rendir. Noche de fiesta para mí, la casa sola, me metí en el dormitorio de mi hermana y me puse la emblemática sunga y una remera transparente, blancas ambas. Estaba también probando un pantalón de ella de una tela suave cuando suena el timbre de la calle. Me sobresalté, pero no podía ser nadie de la familia.

Me puse un saco que me tapara la remera y me asomé a la mirilla a ver quién era. Era un amigo de mi viejo, un poco más joven que él y debo decir que era mi fantasía máxima. Buen mozo, con un cuerpazo, muy viril, tenía una voz masculina. Yo siempre que venía a casa me ponía un poco nervioso, pero la careteaba como podía. De él no sabía mucho, era soltero y alguna vez había oído algo así como una sospecha por parte de mis padres acerca de su sexualidad, pero nada claro. A mí por otra parte me parecía increíble que fuera gay, me parecía muy hombre y en ese momento eso me parecía suficiente.

Cuestión que me saluda y yo, nervioso como estaba, le digo que mis viejos no estaban. Carlos ­ así se llamaba – me dijo que ya sabía, que sólo necesitaba un libro que se había dejado acá y que no podía esperar a que mis padres volvieran.

Yo no sabía qué hacer, pero no podía no dejarlo entrar porque era muy amigo de mis viejos. Pero estaba vestido bueno. Me acomodé bien el saco como para que no se viese la remera y el pantalón era un pantalón. No podía ser tan grave, a menos que uno lo mirara mucho. Le abrí la puerta y lo saludé. Yo, vestido así, dándole un beso a esa piel áspera ya sabía con qué me iba a pajear hoy. Carlos entró y se puso a buscar el libro. Afuera estaba por llover. Lo encontró y me dijo acá está. Se escucha un trueno y se larga una lluvia increíble. Vamos hasta la puerta pero realmente diluviaba.

Yo le digo que por qué no esperar un poco (no me quedaba más remedio). Él accede. -¿Te molesta si me hago un té? ­No, todo bien. Yo te lo hago.

De alguna manera me halagó que se quedara conmigo. Sentí que tenía algún interés, pero lo deseché eran cosas mías. Fuimos a la cocina y le empecé a hacer el té.

Yo estaba muy tenso, porque los pantalones que tenía me quedaban un poco marcados en el culo, y se apreciaba el relieve de la sunga y si bien no era nada del otro mundo cualquiera que me mirara iba a pensar que era puto. Por otra parte, tenía que estar sosteniéndome el saco para que no se me viera la remera que era definitivamente muy maricona.

Carlos se sentó y yo sentí que me observaba. Me habló de cualquier cosa pero yo no me atrevía a darle la espalda. Por otro lado, algo en mi interior se moría por hacerlo y de alguna manera, muy tontamente le coqueteaba. Él parecía saber que yo era gay y no parecía molestarle. Nos sentamos y estuvimos charlando. Era encantador, yo me estaba enamorando de él.

Me estuvo contando de un viaje que había hecho y yo lo escuchaba embelesado, me sentía absortamente «perdido». En un momento dado se empezó a tocar el bulto, y yo no pude evitar de observar cómo se le iba marcando la gruesa poronga a través del ajustado pantalón Finalmente, afuera ya no llovía tanto y él amagó a irse.

Estaba acompañándolo a la puerta cuando me pregunta si me voy a quedar ahí. Yo digo que sí y entonces me pregunta si no quiero ir a su casa a ver una película que tenía. Yo dudé un poco pero él insistía. Le dije entonces que bueno, que esperara que me cambiara. Me estaba yendo a hacerlo cuando me agarra del brazo apretándome un poquito y me dice ­No te cambies, así estás bien te queda bien lo que tenés puesto. Yo casi me desmayo porque esas palabras eran extrañas. Salimos a la calle, yo con mi pantaloncito calzado en el orto paramos un taxi y nos fuimos a su casa.

En el taxi comentó en algún momento acerca de lo lindo que era mi pantalón e incluso me agarró la pierna con la excusa de estar intrigado con la tela. Yo estaba más que turbado, pero trataba de disimular. Deslicé algún comentario desfavorable hacia mi atuendo y él no me dejó seguir ­No, no digas eso que te queda muy bien este pantalón, no seas tonto. Me callé mientras él me seguía palpando, recorriendo el relieve de la sunga.

Llegamos a su casa, que era un departamento bonito. Soltero, con guita, el tipo no se privaba de nada. Nos sentamos en el living, puso la película pero seguimos charlando un rato. Tenía muchos sillones, pero igual se sentó al lado mío.

Yo estaba muy excitado y no sabía cómo disimular mi bultito. El pantalón era de una tela levemente traslúcida. Por otra parte no soltaba mi saco, aterrorizado de que me viera la remera.

Carlos me pidió entonces, mientras rebobinaba la película, si no le alcanzaba un vaso de la cocina. Yo fui, y cuando vuelvo, él me mira venir y me recorrió con la mirada. ­De verdad que tienes un lindo culo- yo me puse colorado, dije alguna estupidez y traté de esquivarlo. ­Pero sácate ese saco. Hace calor acá. Yo intenté responder que no, que estaba bien, pero él insistía. Se paró y suavemente me descubrió un hombro. Ahí estaba yo, con un tipo 20 años mayor, muy amigo de mi viejo, con un pantaloncito metido en el orto, la sunga y un remerita completamente transparente. Él murmuró algo, y me dijo que si tenía una remera tan linda no valía la pena esconderla. Me sacó el saco y me miró. Me acarició, tocando el pecho a través de la remera. Me dijo que no tuviera vergüenza, que no había de que avergonzarse yo no sabía qué hacer. Estaba colorado, caliente. Y me puse a hacer pucheros como un bebé. Él sonrió y me abrazó. Me hundí en su pecho. El tenía una camisa abierta y un pecho velludo, amplio.

Apoyé mi cabeza ahí y me quedé, mientras él me acariciaba. Nos sentamos y volvió a atraerme hacia sí. Yo lo abracé, sin entender lo que me pasaba. No me atrevía a mirarlo a los ojos. Pero él me levantó la cabeza y me besó en los labios, despacio. Yo estaba como en un sueño. Sentía sus brazos a mi alrededor, su olor, la piel áspera de su rostro y me dejé besar, hechizado. Él suavemente me acariciaba sin dejar de besarme. Se recostó y me hizo sentar a horcajadas sobre él, mirándonos. Me siguió besando mientras me acariciaba la espalda, la cola. Insistía con sus dedos en la sunga a través del pantalón y la seguía, de arriba a abajo. Suavemente me levantó la remera y me empezó a besar los pezones. Yo sentía ese hombre entre mi cuerpo y sólo me empezaba a retorcer, el culo se me movía.

Carlos me desabrochó el pantalón y se desabrochó el suyo. Nos paramos y nos sacamos los pantalones volviendo a la misma posición, yo sobre él. Me excitó muchísimo ver que él también llevaba una sunga, pero negra, que apenas contenía su impresionante bulto y un manojo de pelos que se escapaban por la trama abierta del tejido.

Me empezó a acariciar a través de la sunga, frotando su bulto contra mi culo. Yo estaba caliente, rojo, me sentía mimado, no podía creerlo. Se recostó más y agarró un pote que había cerca. Me corrió despacio la sunga y empezó a frotar una crema por el culo, metiéndome un dedo, luego el otro, yo iba enloqueciendo de a poco. Era la primera vez que me metían algo, no lo podía creer.

Él no dejaba de decirme que era muy lindo, que le encantaba y me movía el culo, como marcándome un movimiento. Siguió frotándome con la poronga, cada vez más. Despacio, me fue acomodando en el ángulo adecuado y siguió acariciándome.

Yo lo sentía moverse debajo de mí pero inexperto como era no atinaba a hacer nada. Entonces sentí su glande caliente, gordo y durito calzado en mi culo. Me miró a los ojos y me dijo: qué lindo sos. Yo no sabía qué hacer, pero me moría por seguir sintiendo eso en el culo, no lo podía creer. Él, muy despacio, me empujaba hacia abajo y me iba entrando esa pija, muy despacio, con mucho cuidado. Yo sentía dolor y ese calor e instintivamente iba por más, seguía bajando, quería más. Él me movía el culo y yo sentí esa cosa, cada vez más adentro.

Me empezó a hacer subir y bajar, y cada vez que bajaba me empujaba un poquito más, más adentro. Yo lo agarraba del pecho, de ese pecho velludo, el tirado debajo de mí, la camisa abierta, su mirada dulce y viril, sus bigotes. Empecé a gemir, despacio y él sonreía. Me seguía diciendo bien, muy bien, qué lindo, qué lindo y me acariciaba y yo agarrado a él y bajé del todo mi culo y sentí su tronco adentro, caliente, palpitante y le vi la cara de placer y me envalentoné y empecé a subir y bajar, en cuclillas, cada vez más rápido, sintiendo toda esa poronga en mi culo, sintiéndome tan suyo. Él me decía seguí bebé, seguí y yo me entusiasmaba, él me guiaba, sus manos grandes me movían enseñándome como un verdadero maestro, aprendí a tener una pija en el orto, a disfrutarla.

Despacio, me empezó a agitar cada vez mas, y sentí el calor que sube y me sentaba cada vez más fuerte y me restregaba contra ese pene cada vez más desesperado, arañándole el pecho, sintiéndome muy loco, muy bien, muy puto y queriendo más. Él me empezó a apurar, me agarraba más fuerte, me agitaba, me seguía empujando hasta que me vino eso, ese orgasmo feroz que me subío desde el orto y él acabó conmigo a borbotones, acompañandome y me empujó contra su cuerpo y me abrazó, y me quedé con su verga en el culo sintiendo la lechita tibia y entre sus brazos, apoyado sobre él mientras me abrazaba y me decía lo lindo que era y lo bien que lo había hecho.

Su sonrisa era amplia, muy gratificado. Me sentí tan pleno, tan feliz.

(Raul Edgardo Naidich)

Acerca del autor
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *