LAS ANDANZAS DE Wanda 1 – El portero

Mi nombre es Wanda, tengo 24 años y vivo en una de las ciudades más locas del mundo, Buenos Aires. Me vine a la ciudad hace tres años desde un pueblo pequeño, y no puedo sino decir que fue una de las mejores decisiones que tomé. En mi pueblo, nunca hubiera podido disfrutar tanto de las experiencias gozosas de las que disfruto aquí. Tengo amigos, conozco gente todo el tiempo y especialmente disfruto de poder explorar mis propios límites. Este es el relato de alguna de mis experiencias, que espero disfruten.
Tal vez la más frustrante de todas me sucedió con el portero del edificio, un hombre llamado Juan, de unos sesenta años y casi calvo, con una incipiente barriga y las manos más inquietas del Oeste. No era un tipo malo, aunque a veces lo veía tratar de meter mano con alguna de las otras chicas que vivían en el mismo edificio, y, por supuesto, tocarme a mí cada vez que podía. Creo que a su edad aprovechaba cualquier oportunidad para ligar alguna satisfacción, por mínima que fuera.
La mayor parte del tiempo me daba pena el pobre viejo, con sus ojos como botones de gris plomizo recorrerme todo el cuerpo como si fuera una mano. La verdad, en ocasiones me daban ganas de mostrarle como al pasar una teta para que tuviera una alegría y se sonriera por las mañanas pensando que había logrado una gran hazaña. Asumía que ya nadie le daba la suficiente atención como para tener algún polvito de vez en cuando, ya que su mujer había muerto mucho antes de que yo me mudara allí y no lo veía más que espiando a las jovencitas que salían del colegio cercano.
No fue sino hasta que con sus leves roces que en ocasiones regalaba “casualmente” para mí (al apretar un botón del ascensor y pasar sobre mis pechos, al acercarse demasiado tras de mí y tocarme “sin querer” el culo), no se me había pasado por la mente el hecho de que pudiera llevarme a la cama a ese anciano. Pero después de haberme enterado por una vecina chismosa que su hijo y sus dos nietos iban a vivir a Estados Unidos y a dejarlo solo, me dio tanta pena que me decidí a darle una grata sorpresa. Y es que, en serio, de vez en cuando tengo un espíritu generoso.
Ya no lo veía sonreír cuando me saludaba por las mañanas, y más de una vez me quedé quieta esperando que me manoseara “sin querer” en el ascensor, pero eso no ocurría. Parecía adelgazar cada vez más, y aunque no era un hombre tan mayor que no se le escapara alguna mano por alguna de las chicas más jóvenes, parecía envejecer rápidamente. Y como panacea para que recuperar su juventud, me ofrecí en sacrificio en el altar de la lujuria.
Quería que pareciera que él me seducía, para aumentar su autoestima, pero el viejillo, Juan, no se daba por enterado. Yo sé que lo que más llama la atención de mí son mis tetas, ya que tengo un 107 de talla de sujetador, una cintura diminuta que las resalta aún más y un culo que mantengo a base de ejercicio físico de una manera envidiable. No soy muy alta, pero trato de vestirme elegantemente y mi debilidad son los tacones que me hacen parecer una modelo. Mi cabello pelirrojo y mis ojos verdes contribuyen a que parezca una versión más bajita de Jessica Rabbitt, aunque la verdad es que soy simplemente una secretaria temporal. Pero ya más de una vez había visto a Juan comerme con los ojos, así que sabía que tenía un público dispuesto.
La primera vez que lo intenté sutilmente, fue justamente en el ascensor. Mi mejor amigo, Tony, me había dejado abajo en el vestíbulo después de festejar su nuevo ascenso en la empresa, y al ver que Juan estaba en la entrada, a pesar de las altas horas de la madrugada, pensé que no había mejor momento que el presente. En cualquier otra circunstancia, hubiera invitado a Tony a subir a mi departamento y festejar su ascenso como es debido, pero ya la idea de ser una alegría para el viejo había ocupado desde hacía días mi mente, por lo que me dispuse a poner manos a la obra. Me despedí de Tony dejándolo con la lengua afuera y una mano dentro de mi escote apretando mi pecho desnudo, por lo que me miró extrañado apenas atinando a darme las buenas noches, y caminé hacia donde Juan, detrás del escritorio, me veía llegar, fingiendo un caminar como de ebria. Esa noche me había puesto un vestidito rojo que tal vez no midiera ni veinte centímetros en total, anudado con finas tiras en la espalda y una abertura a un lado que revelaba que yo no me molestaba demasiado en usar ropa interior, y el frío de la madrugada hacía hormiguear mis pezones, por lo que supe que se marcaban muy duros contra la tela. Cuando me acerqué detrás del escritorio y vi que el vejete no sacaba los ojos de mis pechos, supe que tenía toda su atención. Lo saludé con voz de ebria y me tambaleé un poco hacia delante, recostándome sobre el escritorio de Juan y brindándole una increíble panorámica de mis tetas, donde faltaban apenas dos milímetros para empezar a revelar los pezones duros de excitación y de frío. La perspectiva de seducir al viejecillo me había empezado a calentar y sentía que mi dulce conejito se empezaba a lubricarse esperando que él pudiera llenarme.
-Hola, Juan… me olvidé mis llaves, ¿no podría ayudarme a entrar?- le dije, sonriendo, y el viejo apenas pudo balbucir una respuesta mientras se comía mis tetas enormes con los ojos y se levantaba con las llaves maestras en la mano. En el ascensor, todavía fingiendo estar un poquito borracha, me recosté sobre él y le sonreí con mis labios perfectamente pintados, mientras fingía no notar que un pecho se escapaba por el amplio escote para ir a apretarse justamente contra el pecho de él, que no podía quitarle la vista de encima. El pezón rosado, erguido y duro, contrastaba enormemente con su camisa blanca de algodón, y me moví un poco contra él, gozando del roce áspero de la tela contra la delicada punta. Lo vi tragar saliva y después mojarse los labios con la lengua, como deseando acariciar con su humedad el impúdico pezón que parecía buscar a gritos un poco de atención, y casi grité de triunfo cuando sentí la mano del viejo apretarme el trasero, como buscando la línea que marcara que usaba ropa interior… sin encontrarla. Casi podía sentir que su pene empezaba a endurecerse, deseando de todo corazón que no necesitáramos usar un viagra llegado el caso, y mi entrepierna empezaba a calentarse tibiamente, con esa señal inconfundible de que pronto tendría una buena recompensa. Pero el viejo, apartando la mano de mi culo, me miró a los ojos y me dijo, tartamudeando:
-Seño… señorita Wanda… creo que tiene que acomodarse la ropa.
Casi me voy de culo en el ascensor, que tenía que subir al octavo y último piso del viejo edificio de apartamentos, cuando él dijo eso. Fingí no comprender.
-¿La ropa? Juan, ¿es que la tengo mal puesta? ¿Por qué no me ayuda?
Rocé de nuevo con mi pezón duro como una piedra el pecho huesudo del viejo, y casi como si le doliera, la mano de él se levantó, tomó el escote que bajaba, y rozando la carne tibia y tersa de mi pecho, el pezón rosado y duro… lo cubrió. Antes de darme cuenta de nada, él me había abierto la puerta de mi apartamento, la había cerrado conmigo adentro y se había dio por el pasillo para bajar a su puesto por las escaleras, dejándome más caliente de lo que pensaba y con unas ganas enormes de ser llenada. Creo que fue en ese mismo momento cuando decidí que ese tipo no iba a ganarme, y que si yo quería que estuviera en mi cama, ahí iba a estar antes del fin de semana.
Al día siguiente, sábado, no tenía que trabajar en la empresa donde estaba como suplente, por lo que decidí aprovechar el sol y broncearme un poco. Para evitar que se me notaran las marcas de un molesto bikini, solía tomar el sol desnuda en el balcón de mi departamento, que da a la parte de atrás y que es relativamente seguro, ya que no había otro edificio tan alto en ese barrio tranquilo y mi balcón era el último del edificio. Mientras el sol calentaba mi piel, recordé que esa mañana Juan iba a ir a revisar unos ciertos problemas que tenía con el portero eléctrico, por lo que no me sorprendí de escuchar el timbre. Me puse una camisa transparente con flores que tapaban lo más básico y fui a abrir. Juan me saludó sofocado, con los ojos que no le alcanzaban para verme toda al mismo tiempo y adivinar cómo sería lo que no se podía ver, y sin darle importancia, le señalé todo lo que necesitaba para arreglar el aparato. Entonces, como al pasar, le pregunté si podía hacerme un favor, y cuando él me dijo que sí, sin separar los ojos de mis pechos, le pedí que me pusiera crema solar en la espalda para que yo pudiera tomar el sol sin quemarme. Casi se le salen los ojos de las órbitas, pero asintió con la cabeza mientas imaginaba qué clase de bikini usaría yo. Pero no iba a decepcionarlo.
Me saqué la camisa transparente con lentitud, para que al viejo no le diera un ataque al corazón, dejándome desnuda en medio de la habitación y lo vi desorbitar los ojos al recorrer sin perderse detalle mis pechos, mi estómago y mi conchita, perfectamente depilada con apenas una pelusilla que cubriera mi centro del placer. Ninguna marca de bikini se veía, por lo que él adivinó que me gustaba tomar el sol desnuda, y con alegría vi su paquete empezar a endurecerse bajo su pantalón gris. Me di la vuelta, me incliné para acomodar una parte de la toalla en el balcón diminuto que se había arrugado (dándole al mismo tiempo una panorámica impresionante de mi culo y mi vagina desnuda, apuntándolo, como retándolo a hacerse cargo), y me tendí boca abajo sobre la toalla, separando un poco las piernas y mirándolo sobre el hombro.
-¿Y bien, Juan? ¿No va a ponerme la crema?
No dijo una sola palabra, pero lo sentí arrodillarse junto a mí con la respiración entrecortada. Sus manos empezaron castamente sobre mis hombros, mi espalda, y como me incorporé un poco para que llegara mejor, sus dedos rozaron los costados de mis pechos, pero sin llegar a los pezones, que estaban erguidos como dedales; se saltearon mi culo para ir a pasear por mis piernas. Cada vez lo hacía más lentamente, como si tratara de que no se acabara nunca, y al llegar a los muslos, abrí un poco más las piernas para que viera al completo mi vagina rosada a la luz caliente del sol. Mirando hacia él, sin verlo realmente, le pregunté, fingiendo que estaba casi dormida:
-¿No le falta algo importante, Juan? No quisiera quemarme el trasero.
Sus manos recorrieron mis nalgas casi con miedo, pero después, como si tuvieran vida propia, lo masajearon con fuerza, amasando la carne con las dos manos. A medida que más sentía que el viejo se calentaba, más se acercaban sus manos a mi rajita, pero sin terminar de llegar nunca. Caliente por el sol y los masajes, llevé las dos manos hacia atrás y abrí mis glúteos, sabiendo perfectamente que sus ojos no se despegarían del agujero fruncido de mi ano y de mi vagina caliente y mojada.
-Falta aquí- le dije, y casi gemí de placer cuando sentí sus dedos huesudos recorrer esa piel delicada, tantear los orificios y después su lengua hundirse en mis agujeros…
-Ahhh, qué gusto… Juan, no pare…
El viejo sabía qué hacer, a pesar de que era lento… me di vuelta lentamente, y sus manos en seguida se fueron a mis tetas, que apuntaban con dureza hacia el cielo y fueron a calentarse dentro de su boca mojada con una rapidez sorprendente. Entonces sí empezó a hablar.
-Ah, puta, sabía que estas tetazas eran así de ricas… Siempre te las quise comer, son como melones, ahhh… qué pezones tan duros… que conchita tan mojada, puta, ¿te gusta calentarme, no?…
Su mano fue directo a mi clítoris, masajeándolo con maestría y haciéndolo erguirse entre la humedad resbalosa de mi excitación, y abrí las piernas por completo bajo la luz del sol mientras sentía hundirse en mí dos dedos y podía ver la cabeza del viejo moverse sobre mis tetas como si no fuera a cansarse nunca… el chupetear de su boca sobre mis pezones erguidos y duros, el tirón de su succión, los dedos entrando y saliendo de mi vagina mojada… ahhh, sentía al viejo como un complemento de mi placer, como si fuera yo misma con unos guantes de lija acariciando mi cuerpo caliente…
Levanté las manos por sobre la cabeza, haciendo que mis tetas se levantaran todavía más dentro de su boca hirviente, y levanté las rodillas para que esa mano y los rayos del sol me acariciaran… Cerré los ojos, gozando y gimiendo bajito, como una gata mimosa que encontrara un buen plato de leche…
-Te gusta que te meta los dedos, ¿no, puta tetona?… Todos esos tipos que te meten las manos no te alcanzan, tenés hambre de hombre duro… esta conchita mojada tiene hambre de una pija bien dura, ¿no, señorita Tetas? ¿O preferís que te la meta por el culo?
Levanté las caderas como pidiendo más de esos dedos que no me alcanzaban, y mientras él se inclinaba hacia mi conejito sediento, empecé a pellizcar mis pezones con fuerza, masajeando mis pechos para hacerlos sentir el placer que pronto iba a gozar mi concha…
-Pero qué conchita más caliente, te la voy a comer toda- dijo Juan, metiendo tres dedos y con la otra mano empujando lentamente por el orificio apretado de mi culo. Solamente esperaba que pudiera satisfacerme; a esas alturas estaba más que caliente. Bajé una mano para acariciar su paquete, descubriendo con esperanza que estaba bastante duro… él apretó mi mano contra su pene endurecido, y empezó a abrir el cierre de sus pantalones.
-¿Querés chupar una buena pija, puta? ¿Querés tragarte una buena verga, señora Tetas Gigantes?
-Sí, sí…- pedí sedienta, pero él se detuvo de pronto, embelesado con la visión de sus propios dedos entrar y salir de mi vagina. Resbalosos por mis jugos, parecían no alcanzar para satisfacerme, hasta que él entró un tercer dedo, que raspó mis paredes interiores con una mezcla de placer y rugoso dolor.
-Qué concha tan jugosa… nunca había visto una concha tan buena, tetona. ¿Querés que te chupe esa conchita brillante?
A esas alturas yo quería cualquier cosa que me satisfaciera, pero de preferencia que fuera una verga bien dura. El anciano no parecía conocer alguna posición más satisfactoria como el 69, por ejemplo, para tratar de darme más gusto, pero cuando sentí su lengua resbalar por mi rosada perla y al mismo tiempo sus dedos entrar y salir rápidamente, levanté de nuevo las caderas buscando más de esa exquisita tortura. Apreté mis pechos con fuerza, tirando de mis pezones doloridos de tan excitados y duros como los tenía, y el sol golpeó mis ojos cerrados y acarició mi piel entera tan caliente como la lengua que me lamía. Quería sentir una pija dura llenarme hasta el fondo, la sensación ardiente de la leche derramarse en mi cuerpo como un bautismo, quería ser cogida con fuerza, para poder sentirlo días enteros después, que me desgarrara, que me doliera como si fuera la primera vez…
Mi orgasmo fue suave en comparación con otros, pero me llenó con los colores rojos y la electricidad de mis poros que me hicieron casi gritar en voz alta. Con las piernas bien abiertas y mis propias manos rodeando lánguidamente mis tetas enrojecidas, no sé si me recuperé segundos u horas después, con la sensación de la cabeza sudorosa de Juan en mi vientre. Aún sin sentirme del todo satisfecha, empecé a incorporarme y busqué las manos del hombre para llevarla de nuevo a mis pechos, que tanto lo fascinaban, pero él, como despertando de un largo sueño, levantó sus ojos hacia mí, sacó las manos de mis tetas desnudas y todavía duras de excitación, y se incorporó tambaleante. No podía creerlo cuando se levantó a duras penas y vi que el paquete que se había endurecido en mi mano hacía unos instantes estaba evidentemente desinflado y una mancha mojada en su pantalón revelaba que no había podido aguantar siquiera para derramarse dentro de mi concha sedienta o de mi boca…
-Señorita Wanda…- dijo el Juan de siempre, mientras retrocedía. Yo casi no podía creer que él quisiera irse cuando recién estábamos empezando.
-No, señorita Tetas, Juan. Soy tu señorita Tetas. ¿Dónde vas?
-Tengo que irme.
-No vas a dejarme así, ¿no? A medio coger… Vení acá, te voy a dar una buena chupada para poder jugar los dos- prometí, levantándome y haciendo que mis pechos quedaran a la altura de sus ojos. Él no podía sacarme la vista de encima, pero tampoco paraba de retroceder-. Juan, ¿no querés meterme esa pija de una vez?
El viejo casi se cae de bruces al chocar de espaldas con el sofá.
-Señorita Te… Wanda, de verdad tengo que irme. Tiene un cuerpo fabuloso, pero yo… bueno, yo no puedo…
-Eso podemos arreglarlo.
-No ahora.
Antes de poder agarrarlo, el tipo se había ido por la puerta. Desnuda y caliente, me quedé mirando como estúpida la puerta cerrada; nunca jamás me había pasado algo así. Sentía un hormigueo intenso de frustración en mis pezones, y mi conchita chorreaba mojando mis muslos, pero ahí estaba yo, sola y a medio acabar en mi departamento…
Pensando en que debía sacar de una vez los juguetes que Tony me había regalado en una ocasión (un vibrador de veinte centímetros y alguno más pequeño) o llamar al vecino de al lado, un universitario de provincias que varias veces había pasado por casa a buscar café o azúcar y nunca se perdía detalle de mi casa, sonó el teléfono.
La voz de Tony me sorprendió, como si lo hubiera conjurado con el pensamiento. Mientras le respondía, sonreí y me acaricié mi desvalida conchita, pensando que después de todo no estaba todo perdido. Tony iba a llegar a casa y me iba a vengar de esa frustración enorme.

CONTINUARÁ

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