RUTH Y YO, A TRAVES DE LA VENTANA

Antecedentes: Londres, 1970. Juan Antonio, un joven madrileño de 16 años, llega a la capital inglesa para trabajar durante el verano y aprender el idioma. Una cuñada suya le da la dirección y el nombre de una antigua amiga (Ruth, de 35 años), judía de origen sefardita, con la que trabajó cuando ella misma estuvo allí, casi quince años atrás. Desde su llegada, Ruth decide que Juan Antonio se quede en su casa, e inicia con él una curiosa relación.

Pese a que Ruth seguía siendo tan amable y encantadora conmigo como el primer día que llegué, su carácter seco y sus prevenciones cuando, según ella, iba muy deprisa, me hacían pensarme dos (o tres) veces cada intento de dar un paso adelante. Todos los «pasos adelante» los daba ella, y hacía unos días que no daba ninguno. Yo me había pasado muchos años sin meterme en la cama con una mujer, y se supone que unos días no deberían preocuparme… pero a los 16 años uno no tiene la misma consideración del tiempo. Cada pequeña cosa que pasaba en la casa me hacía pensar que podía ser la primera etapa para que Ruth me enseñara algo nuevo, pero no parecía que últimamente fuera ese su deseo. Y verla pasar junto a mí, con su aspecto encantadoramente desaliñado, su pelo corto enmarañado, sin apenas maquillaje, y con su vestido de verano suelto, era excesivo. Y cualquier tontería me iba a hacer explotar.

La tontería, esa tarde, fue ver una de sus mini braguitas sucia, al lado de la lavadora. Todo en Ruth me volvía loco, pero mucho más los pequeños detalles. Esas pequeñas braguitas, que apenas le cubrían lo justo, eran algo a lo que yo no estaba habituado en España. Ahora son normales, pero entonces las mujeres solían llevar unas enormes y anti-eróticas bragas: Mi madre me decía que, en aquella época, sólo las putas se interesaban por la lencería. Nunca he sido un fetichista, pero ver esos slips me produjo un efecto automático. Llevaba todo el día con una tremenda erección, soltando líquido pre-seminal: Mis propios slips tenían que estar empapados. No me atrevía (no sabía cómo) a planteárselo a Ruth, pese a las sesiones que ya me había proporcionado en su habitación, y opté por la solución tradicional. En el lavabo, sentado en la taza, cuando bajé mis pantalones vi que, efectivamente, tenía toda la polla pringosa ya de mi flujo. El glande se había pegado a la tela del slip, que apenas me cubría la erección. Si no hubiera sido por las lecciones que Ruth ya me había enseñado, hubiera acabado la paja en apenas minuto y medio: Pero ella ya me había advertido que ese placer es demasiado vulgar comparado con una larga y tranquila paja, y apenas un par de demostraciones a manos suyas me convencieron de ello.

Oí el teléfono, y oí cómo Ruth empezaba a hablar por él con alguien llamado Sharon. Entre que mi cabeza estaba más en otras cosas, y que mi dominio del inglés no era entonces tan grande como para entender la conversación, desconecté y me concentré en mi polla. No me dediqué a sacudirla de arriba abajo, como hacía antes, sino a acariciar mi glande descubierto con la palma de mi mano: Las gotas de líquido no dejaban de manar, y eso facilitaba la lubricación de la polla y aumentaba mi excitación. Ruth me había enseñado a aguantar sin correrme hasta hora y media mientras me pajeaba (algo impensable antes de llegar a Londres), pero hoy no estaba por la labor de soportarlo tanto. Pero hubo dos pequeños fallos. Uno, no oír colgar el teléfono. Dos, no recordar que en casa de Ruth ningún cuarto (ni siquiera el de baño) tenía pestillo. Calculo que estaba a dos minutos de una eyaculación salvaje, cuando Ruth abrió la puerta mientras se subía la falda del vestido. Evidentemente, no esperaba encontrarme allí, y menos con la polla totalmente tiesa. Se quedó unos instantes con la falda a medio subir, y supongo que al ver mi cara de circunstancias empezó a sonreir. Volvió a bajarse la falda.

– Tienes dos problemas, Juan. Uno, que no tienes paciencia. Y dos, que eres muy tímido. Si no te dan lo que quieres, intenta pedirlo.

Antes de que contestara, Ruth se puso en cuclillas junto a mí, sin dejar de sonreirme. Pensé que cualquier cosa que dijera iba a sonar aún más estúpida, y decidí que ella (una vez más) dirigiera las operaciones. Y fue inmediato. Puso su mano en mi polla, y tranquilamente, como quien no le da importancia, empezó a masturbarme, con calma, sin ninguna prisa.

– Aquí en Londres lo tienes más fácil con las mujeres, pero, ¿Qué vas a hacer cuando vuelvas a Madrid? Si aquí te avergüenzas, allí vas a tener que encerrarte en el baño todo el día.

Resoplé, y eché la cabeza atrás.

– Parece que no tienes más flujo… Espera.

Ruth buscó un punto exacto en la parte frontal de mi polla, abajo, junto a los testículos. Apretó delicadamente con su pulgar, y una gran gota brillante y transparente salió por la punta de mi polla. – Mmm – dijo ella, acercó su boca y la lamió – Es dulce… El semen es más ácido, pero esto que te sale antes… es dulzón… tendrías que probarlo – Volvió a lamer – Bueno, ya lo harás, no te preocupes. No te lo puedes perder.

Eso me dejó un tanto preocupado, pero Ruth abrió la boca, consiguió introducirse todo mi miembro en ella y, con los labios húmedos, lo recorrió entero de abajo arriba. Cuando llegó al glande sacó un poco sus dientes, y arañó suavemente la piel desnuda con ellos. Luego, lo lamió un par de segundos, rebañándolo entero con su lengua. De repente, empezó a reirse.

– Mira -me dijo, se acababa de pintar los labios antes de la llamada telefónica, y toda mi polla tenía ahora un gran surco rojo oscuro- Anda, levántate y ven aquí.

Me puse de pie (ella no soltó mi polla en ningún momento), y me acercó a la pila. Cogió jabón, abrió el grifo y me la limpió de todo rastro de barra de labios. Cuando acabó, tomó una toalla y me la secó. Ya seca, una nueva gota salió del pequeño agujero del extremo de mi polla. Ruth lo recogió con su dedo índice y se chupó el dedo.

– Si te corres ahora, lo vas a echar todo a perder. Súbete los pantalones y sal.

La hubiera matado. Supongo que si eso me lo hace veinte años después, me la hubiera follado por las bravas, o me hubiera ido de allí, pero entonces estaba (y en esos instantes, literalmente) en sus manos.

– Me estoy meando. Espérame afuera, y ahora te cuento. Me ha llamado Sharon.

Ella cerró la puerta, y yo me quedé fuera, como un imbécil. Me abroché los pantalones mientras oía el ruido de la cisterna, primero, y el del grifo del bidé, después. Cuando salió, le pregunté quién era Sharon. «Una vecina». Sin darme más explicaciones, me llevó junto a una ventana de su habitación, y me dijo que me sentara junto a ella, en la cama. Ruth se sentó mirando la ventana, y yo no entendía nada.

– Ponte cómodo y mira. Allí.

Miré por la ventana. A lo lejos, había otra ventana, con la luz encendida. En ella, una chica joven se despojaba de una especie de camisón que llevaba.

– Esa es Sharon.

Sharon se quitó el camisón, y se quedó sólo con unas braguitas y un sujetador rojos. Nos miró, sonrió y nos saludó agitando la mano. Ruth contestó el saludo, y me señaló con el dedo. Sharon sonrió aún más, y me lanzó un beso. Yo, como un pasmarote, la saludé con la mano. Sharon era lo más opuesto a Ruth. Mientras que Ruth era alta, de metro setenta, delgada, fibrosa, de pelo negro y piel morena, con unos pechos suficientes, pero no exagerados, Sharon era mucho más… inglesa. Entrada en carnes, le sobraban unos ocho o diez kilos. Rubia, apenas metro sesenta, con unas tetas enormes que apenas le cabían en el sostén.

– ¿Te gusta Sharon?
– Bueno… No mucho. Me gustas más tú.
– Gracias. Pero, ¿De verdad que no te gusta? ¿Por qué?
– No sé… está gorda.

Ruth me miró, primero seria, luego sonriente. Me alborotó el pelo con su mano, jugueteando.

– Todavía eres un crío, Juan. Dentro de quince o veinte años no me dirás lo mismo. Si la quieres para modelo, Sharon está gorda. Pero para ser una puta, es perfecta.

Al principio, me molestó lo de crío, me lo tomé como un desprecio. Pero que Sharon fuera una puta y que estuviéramos allí los dos mirando, hizo que me diera una punzada directamente en la polla, y que aumentara aún más su erección. Sharon hizo un gesto.

– Apaga la luz, Juan – me dijo Ruth. Me levanté y la apagué. En el acto supe que así podríamos ver sin ser vistos.
– Y quítate la ropa. Toda.

Cuando Ruth me hablaba así, cuando me decía algo que nos iba a llevar a la cama, me excitaba más que si la viera desnuda. O no. No sé… Me desnudé, y me senté junto a ella, que seguía vestida. Mientras apagaba la luz, un tipo joven, negro, fuerte, había entrado en la habitación de Sharon. Ya estaba prácticamente desnudo. La luz del cuarto de Sharon había cambiado: Ahora era roja. Ruth me tomó la cabeza con las manos y me besó.

– Esto es un regalo, sólo para tí. No te preocupes por mí ahora. Ya me lo pagarás esta noche.

Lo que se podía ver en la habitación de Sharon era algo parecido a las películas pornográficas que Ruth me puso la primera semana. Sharon empezó a restregarse contra el negro (que le sacaba fácilmente unos veinte o treinta centímetros de altura), y bajó su mano hasta su polla. Yo esto no lo podía ver, ya que quedaba por debajo de la ventana, pero era evidente.

– O Sharon se echa para atrás, o nos lo vamos a perder -se quejó Ruth.

Pero Sharon (que se comportaba como un auténtico putón, dándole la razón a Ruth), lo condujo hacia la cama, que sí que estaba en nuestro campo de visión, lo sentó en ella y empezó a pajearle tranquilamente.

– Ahora sí -dijo Ruth, y ella empezó a hacerme lo mismo.

No sé de dónde sacaba tanto líquido: pensé que cuando me corriera no me quedaría nada de leche. La polla del cliente de Sharon era espectacular. Cuando ví las películas porno, pensé que los negros que salían en ellas estaban especialmente dotados, pero este, al parecer, podría ser perfectamente uno de ellos. El tipo se tumbó en la cama, y Sharon se puso de rodillas junto a él, frente a nosotros, y empezó a mamársela. La polla de ese tipo ejercía una atracción magnética. A lo lejos, por la saliva de Sharon, la luz roja y el propio fluido del hombre, brillaba como si fuera de mentira. Pero no, no lo era.

– ¿Te gusta su polla?

Parecía como si Ruth me estuviera leyendo el pensamiento.

– Y no me digas que no eres marica, que eso no tiene nada que ver. Estamos hablando de pollas y coños. Estamos hablando de sexo. No tiene nada que ver que no seas marica.

No supe qué responder. Ruth comprendió mis dudas, me acarició y, al oído, me susurró:

– Yo no soy bollera, pero le he dejado a Sharon que me folle un par de veces. Y es magnífica, cielo, te lo puedo asegurar.

Eso ya era excesivo. Antes de que contestara, Ruth bajó a mi polla y, ahora sí, empezó a mamármela, succionando y lamiendo mi capullo con su lengua. Recogió todo el sabor que pudo de mi polla, se incorporó y me dió un profundo beso en la boca. Me choqué con sus dientes, su lengua, su saliva y mis líquidos.

– Y ahora déjame que mire un rato, ¿Vale?

El negro masajeaba las tetas de Sharon, que amenazaban con salirse de su sujetador. Ella sonrió, se incorporó y se lo quitó. No eran firmes como las de Ruth (no podían serlo, con ese tamaño), y se bamboleaban obscenamente. Se puso de pie sobre la cama, y se sacó también las bragas. Desde tan lejos no pude asegurarme, pero o tenía el coño afeitado, o sus vellos eran extremadamente rubios. Sharon se arrodilló, se sujetó las tetas y empezó a follarse la polla del hombre entre ellas. Definitivamente, mi opinión sobre Sharon había cambiado. A todo esto, Ruth no había dejado de pajearme suavemente. Su saliva había lubricado mi polla lo suficiente como para poder seguir frotándome el capullo con su palma indefinidamente. Con sus uñas arañaba con suavidad el borde inferior del glande, una zona aún más sensible. Sabía que aún no me iba a correr, que ella no me lo permitiría, pero empecé a sentir pequeñas sacudidas nerviosas por todo mi cuerpo.

– Quítate las bragas, Ruth.

No me dí cuenta de lo que yo mismo había dicho hasta que no lo escuché. Ella también se quedó sorprendida, pero no por ello dejó de masajearme el miembro. Sonrió:

– Vale. Pero sólo las bragas.

Se las sacó sin quitarse el vestido. Me tomó la mano y me la metió entre sus piernas, para que la masturbara un poco. Su coño era como un pequeño horno: caliente, empapado. Con las yemas de los dedos acaricié los labios de su vulva. Ruth cerró los ojos:

– Ay, Dios. Pero muy poquito, por favor. Ahora es para tí, Juan.

Sus deseos eran órdenes para mí, así que me olvidé de introducirle los dedos, y apenas rocé su clítoris. Cada uno estaba conectado por la mano al sexo del otro, y casi nos olvidamos de Sharon y de su amigo hasta que Ruth me lo recordó.

– No te lo pierdas, ahora, mira.

Sharon se levantó de la cama. Pensé que se iba a subir de pie y se iba a dejar caer a horcajadas, follándose encima suyo. Pero estaba muy equivocado. Sharon salió de mi campo de visión, y volvió a él portando un consolador con correas. Se sujetó éstas a su cintura, y enarboló la falsa polla como si fuera suya. Tomó un tarro de crema de la mesilla y empezó a aplicársela en el consolador como si se estuviera haciendo una paja en él. Automáticamente, el negro (que estaba tumbado boca arriba) dobló sus piernas, encogiéndolas, y las sujetó con sus manos por debajo de sus rodillas, abrazándolas. Sharon, frente a él, empezó a frotar su consolador contra el ano del hombre. Primero poco a poco, luego con más ritmo, Sharon empezó a penetrar al tipo. Al principio se tomó su tiempo, y mientras le sujetaba por las nalgas, le hacía una paja con cariño, con calma, sin ninguna prisa. Yo no podía ver la cara del negro, pero era evidente que aquello le gustaba: No hacía ningún movimiento para evitarlo, y si lo hubiera querido se habría deshecho de Sharon de un simple empujón. Pero no. El hombre movía las caderas para aguantar los empujones. Sharon empujaba un poco, sacaba la polla, volvía a empujar un poco más hondo, la volvía a sacar, y así, hasta que vi cómo el consolador desaparecía por completo en el culo de él. Entonces, ella empezó a contornearse, removiendo el aparato dentro del tipo. Soltó sus dos manos de las piernas de su amigo, y las aplicó a su polla: Sus movimientos sobre ella eran similares a como si estuviera ordeñándola, desde su base. En ese instante, Ruth (con una sola mano) me hizo algo parecido, y supe lo que le estaba haciendo: Era eso, exactamente, le estaba ordeñando, extrayendo su fluido pre-seminal. Sharon empezó a meter y sacar su polla de plástico (o de lo que fuera) con mayor rapidez, pero ahora había empezado con un juego distinto: Cuando la sacaba, se agachaba sobre el pene del negro y se lo chupaba un poco; luego, se levantaba, se lo volvía a meter, se lo sacaba, se la chupaba, y así un buen rato.

Ruth se levantó, y me la soltó un segundo. Se sacó el vestido por la cabeza, y se quedó desnuda. Se subió a la cama, se puso detrás mía, pegó sus tetas a mi espalda, y desde atrás siguó pajeándome, pero esta vez a dos manos. Acercó su boca a mi oreja, y empezó a lamerla. Sentí como una corriente eléctrica, pero sabía que no podría correrme hasta que ella no me acabara. Empezó a murmurarme al oido:

– Olvídate del negro, olvídate de él, y piensa sólo en su polla. ¿Te gusta, sí o no?.

Yo hubiera dicho cualquier cosa que ella hubiera querido que dijera, y hubiera hecho cualquier cosa que ella hubiera querido que hiciera, pero en realidad no tuve que mentir:

– Sí.

En esos instantes, con la fiebre que sentía, me hubiera encantado hacerle yo una paja, quien sabe si incluso saborearla. Pero me hubiera gustado que fuera sólo a una polla, no a un hombre. Así se lo dije, entre jadeos, pero Ruth no se rió, como me temí.

– Entonces, ¿Qué te gustaría? ¿Una chica con polla?».
– ¡Sí!. Por Dios, era como un sueño, sería algo magnífico.

Ruth siguió fantaseando con ello:

– Una niña, con sus tetas, su carita de ángel, su culito respingón, pero con una pollita para tí, ¿Verdad?».

Yo ya no hablaba, sólo afirmaba con la cabeza. En la habitación de enfrente, Sharon había conseguido que la polla del negro hubiera aumentado aún más su tamaño: Se la veía poderosa, quizá más gruesa. Así que Sharon tomó sus medidas: Se deshizo de las correas del consolador (que seguía encajado en el culo del negro), sacó un condón de la mesilla, se lo desplegó en la polla y, ahora sí, se sentó a horcajadas sobre el hombre, sólo que dándole la espalda. Sharon estaba disfrutándolo. Se contorsionaba como una posesa, se movía para encajarse a su gusto la enorme polla, pero a la vez se agachaba sobre el culo de él y seguía follándole con el vibrador.

– Bien, esto ya lo he visto.

Tras decir esto, Ruth dió un salto y se colocó frente a mí. Me miró unos instantes a los ojos, como si se le acabara de pasar algo por la imaginación, y flexionando una pierna que aún tenía sobre la cama se encajó en mí de un sólo golpe. Su coño estaba tan húmedo que no tuvo ninguna dificultad. Se frotó contra mí, dándose un par de empujones contra mi polla bien hundida en ella, pero inmediatamente se salió y se arrodilló ante mí.

– Avísame cuando Sharon se pellizque las tetas.

No sabía a qué se refería, pero no tuve tiempo de pensarlo. Metió mi polla en su boca, y empezó a lamerla toda, pasando la lengua por los pliegues del prepucio, arañando con sus dientes mi glande descapullado, y acariciando con las yemas de sus dedos mis huevos. Más por no fallar a Ruth que por otra cosa, no perdí ojo de lo que pasaba en la habitación de enfrente. Podía incluso escuchar a lo lejos los gemidos del hombre, y los cada vez más agudos de Sharon. Ella seguía follándole a él por el culo mientras se restregaba dentro de su coño con su polla, hasta que de repente se quedó quieta, y entendí lo que Ruth me había dicho: Se olvidó del consolador (que dejó bien dentro del culo del chico), se irguió sobre él y empezó a bambolearse hacia adelante y hacia detrás, en círculos. Ahora se estaba concentrando en ella misma. Y ahí fue cuando empezó a pellizcarse las tetas, a sobárselas y a jugar con sus pezones. Ruth sabía perfectamente cómo se corría Sharon. Lo que me había dicho de ellas dos no era ninguna trola.

– Ruth, ahora.

Apenas me salió de la garganta, pero Ruth me entendió. Era la señal que ella esperaba para acabarme. Empezó a mamarme con fuerza, pero sin olvidarse de mi glande. En cuestión de segundos vi el cielo: Con una mano, me pajeaba la base de la polla; Con la otra, me acariciaba los huevos y (esto no lo había hecho nunca antes) deslizaba un dedo empapado en los bordes de mi ano; Su lengua lamía mi glande, y sus dientes se paseaban por la parte del mismo más pegada a la piel del prepucio. Ya me lo había hecho alguna vez con los dedos, y ahora lo hacía con los dientes, lo que era mucho mejor: Ruth me había enseñado que estimulando esa zona, el orgasmo era devastador. Y así fue. Me corrí como si soltara mi vida en el chorro de semen. Casi perdiendo el sentido un poquito, recuerdo que pensé cómo conseguiría Ruth tragarlo todo, si lo haría, oí un trago proveniente de su garganta y, con los ojos entrecerrados, vi cómo Sharon se agitaba como una posesa, corriéndose, y descabalgaba al cliente para hacer algo curioso: acabar de ordeñarle con la mano («para que se corra del todo a gusto», me explicó luego Ruth), sacarle el condón y esparcir toda la leche de su interior por sus tetas, restregándolas. Creo que se corrió otra vez sólo con eso.

Yo lo solté todo en la boca de Ruth. Cuando acabé de gemir y de decir barbaridades, Ruth se levantó, me empujó en los hombros para que cayera sobre la cama, se sentó a horcajadas sobre mí y me tomó la cabeza con ambas manos para besarme. No me di cuenta hasta que no fue demasiado tarde. Ruth me estaba soltando toda mi leche en mi boca. Mi primera reacción fue de rechazo, pero ella me sujetó y siguió buscando mi lengua con la suya, pasándome buena parte de mi semen. Cuando vió que no lo rechazaba, que había entendido lo que ella quería, empezó a acariciarme la cabeza.

– No te lo tragues todo, devuélveme algo, dame un poquito, Juan.

Le devolví lo que aún me quedaba. La leche nos salía por las comisuras de la boca a los dos, y se deslizaba por nuestras mejillas. Al principio me sorprendió su sabor ácido, pero enseguida me convencí de que aquello no era malo: si me gustaba que Ruth se lo tragara, lo mínimo que podía hacer era no quejarme ahora. Ya sabía cómo era, y no era tan malo. Creo que Ruth se corrió mientras me daba la lengua. Bajó su mano a su coño y se frotó el clítoris mientras me besaba. Noté sus espasmos, y cómo arqueaba sus caderas y sus piernas, y luego cómo se aferraba a mí, con mi semen aún entre ambas bocas, en los estertores de su corrida. Cuando se calmó un poco (cuando nos calmamos los dos), sonrió, se relajó y empezó a darme pequeños besos por la cara. Con sus dedos jugueteaba con mi polla, sacándole las últimas gotas, limpiándola.

– Es como morirse un poco, ¿Verdad?», me dijo. Yo estaba empapado en sudor. No recordaba una sensación tan intensa en toda mi vida.
– A Sharon se le excita mucho sólo con acariciarle las tetas, ya lo verás….- Asumí que eso sonaba muy prometedor, pero que sería cuando Ruth lo decidiera. Y parecía que tenía otros planes.
– Ahora ya sé muchas cosas más que te gustaría hacer. Y no pienses que me voy a olvidar de ellas…

Se acurrucó sobre mí, y se quedó adormilada. Yo apenas pensé en lo que me acababa de decir: Cuando me quise dar cuenta, también caí dormido. Llevaba dos horas intentando correrme y, sí, era como morirse un poco.

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