EL REGRESO I

Erica entró en el estudio y en un comienzo Gabriela no supo quien era. No era posible reconocer en esa mujer hermosamente vestida, inteligentemente maquillada, con una figura esbelta perturbadora, subida en esos tacones de vértigo, a su compañera de estudios de tres años atrás, que siempre estaba metida en unos jeans raídos, sobre los que colgaban una suerte de túnicas descoloridas. Bajo esa indumentaria siempre fue imposible reconocer o imaginar forma alguna de cuerpo femenino.

En el recuerdo, no era solamente su figura la que le evocaba insignificancia y pasividad, sino su forma de ser. Retraída, abúlica, casi siempre bostezando, sin compañero o pretendiente conocido, apartada de fiestas y reuniones, ni siquiera era buena estudiante y no fue nunca motivo o centro de alguna alusión de ningún tipo por parte del resto del grupo. Gabriela había sido siempre su única amiga, amistad que había decaído primero y desaparecido después, porque su consulta profesional no le dejaba tiempo para amistad ninguna. Si su aspecto actual le sorprendió, lo que ella le narrara, luego de haberse reconocido adecuadamente, la dejó alelada.

Empezó por contarle que terminados los estudios en el Instituto , había aceptado un trabajo en una empresa editorial de propiedad de un pariente cercano, todo esto con la debida autorización de sus padres con quienes vivía. El trabajo era entretenido y ella estaba feliz hasta el día que su jefe directo, un hombre maduro de cincuenta años, que hasta ese momento ella admiraba por ser no solo inteligente y entretenido sino además extraordinariamente respetuoso, la tomó desde la cintura, la atrajo hacia si y le estampó un beso, que ella, absolutamente sorprendida, resistió con los labios firmemente cerrados. Casi no recordaba como abandonó la oficina dispuesta a no regresar jamás y sobre todo a no contarle a nadie tamaña humillación. Lo que Erica le decía estaba de acuerdo a lo que Gabriela recordaba de su carácter, pero aun le tenía impresionada le belleza impactante de esta mujer renovada. Erica continuó diciéndole que la noche del suceso en la tranquilidad de su lecho, se sorprendió de sentirse relajada, sin rencores por su pudor mancillado y dispuesta a regresar al trabajo a la mañana siguiente, a ese lugar donde había recibido el primer beso de su vida aunque ella lo hubiese resistido. Raúl, que así se llamaba su jefe, no hizo la menor alusión a lo sucedido, no pidió más ni dio explicaciones, como si la situación nunca hubiese existido. Ella, por su parte, tampoco realizó referencia al hecho y al momento de marcharse esa tarde ya casi había olvidado el asunto, cuando se sintió violentamente abrazada por detrás y sin poder evitarlo percibió claramente la presión de ambas manos de Raúl sobre sus pechos relativamente pequeños, pero indudablemente bien conformados. De nuevo salió precipitadamente de allí sin decir nada, pero ahora francamente decidida a no regresar.

A esta altura del relato, Erica parecía relajada, encendió un cigarrillo, aspiró suavemente y continuó. Dijo que no había abandonado el trabajo y pasaron largos días en que nada sucedió y al parecer, todo había vuelto a la normalidad, cuando en la tarde de un Viernes de verano, estando ella de pie frente a una pantalla revisando atentamente un listado de textos, percibió nítidamente una presión desconocida sobre su nalga derecha. Lo diáfano de su vestido y la presión que Raúl ejercía, le permitió reconocer la forma y tamaño del objeto. Supo entonces claramente de que se trataba y esa misma certeza la paralizó. En ese momento sintió la mano de Raúl tomando la suya abierta para luego dejarla sobre el ardiente miembro a punto de estallar. Ella no cerró la mano sobre el cilindro carnoso, pero pudo percibir parte de su contextura y una tibieza extraña que se le grabó en la mente. Sin darse vuelta y sin mirar hacia ningún lado, cogió su cartera y abandonó la oficina a punto de llorar.

La noche de ese Viernes prácticamente no durmió, sobresaltada por el recuerdo de la humillación sufrida, se dió cuenta que a nadie podía contar el atropello, guardándolo en su mente para siempre. Pero justamente por estar tan guardado en su intimidad le parecía cada vez más suyo y varias veces durante ese sábado se sorprendió pensando en ello. Ya en la noche sus prendas de dormir le molestaban por el calor y recordaba intensamente la tibieza que en su mano percibiera desde el excitado miembro de Raúl. La desvelada noche de su Domingo se pobló de tactos evocados, de consistencias, longitudes, grosores imaginados y el Lunes estaba en su puesto de trabajo como clavada por ese secreto que le consumía su sensibilidad. Ahora Erica parecía entusiasmada con su relato. Su rostro reflejaba una viveza encantadora, casi no hacía pausas, como si hubiese tenido gran necesidad de hablar. Dijo que Raúl había continuado tan imperturbable como siempre, como si él, autor de tanto atentado contra la moral vigente, no fuese él sino su fantasma . El trabajo seguía en forma tan eficaz como siempre en esa sección de la empresa que floreciente enfrentaba el término del año. Fue justamente la tarde de Diciembre en que preparaban una pequeña celebración interna, que Raúl pidió a Erica que le ayudara a confeccionar unas tarjetas, para lo cual le entregó los materiales de rigor sentándose luego a su lado. A poco andar y concentrada en su tarea decorativa, la mano derecha de Erica fue rápidamente colocada por Raúl sobre su erecto miembro, que libre, cual caña de grueso bambú, oscilaba completamente fuera de su pantalón. Esta vez, sin embargo, Raúl no soltó la mano de Erica, a fin de asegurarse que la mujer abrazara completamente su mástil ardiente. Ella no hizo la menor indicación de retirar la mano, no habría podido, estaba como soldada a esa pieza tibia cuya consistencia la mantenía atraída como un imán, de modo que no se movió. Pero estuvo inmóvil solamente un momento, porque la mano de Raúl sobre la suya comenzó a darle un ritmo ascendente y descendente de manera que ella fue recorriendo el miembro, sintiendo como la gruesa piel se deslizaba suavemente sobre la estructura carnosa y reconociendo los diferentes grosores del ese cilindro que había transmitido a su cuerpo entero un calor desconocido y embriagador. Cuando Raúl retiró la mano, ella no pudo retirar la suya. Siguió ese movimiento subyugante sobre el miembro al que estaba soldada y obedeciendo a un impulsó inevitable aumentó el ritmo y la presión. No sabía bien donde estaba, porque era toda percepción de tacto en su mano derecha, de modo que cuando sintió el latido, se detuvo para percibirlo mejor. Entonces pudo mirar. La blanca erupción saltaba desde esa cabeza rosada monumental separándose en el aire como un surtidor. Bajo la cabeza, su mano pequeña asida a ese tronco como a su destino y vio bajo su mano unos quince centímetros de un miembro moreno impactante cuya base, de un grosor desafiante, se hundía en la selva nutrida de vellos rizados. Durante un instante se sintío artífice de ese espectáculo y se estremeció. Luego de los últimos estertores de la erupción, Erica limpió como pudo los pequeños ríos que corrían por su falda diáfana, permitió que algo del líquido empapara sus dedos, percibió su consistencia, se embriagó de su aroma y con esas sensaciones abandonó para siempre la oficina y las tarjetas.

Su relato de la masturbación, le había encendido el rostro. Había hecho con sus manos algunas indicaciones de tamaño, aludiendo explícitamente al miembro causante de su experiencia. Gabriela debió reconocer que su relato era excitante y ella lo estaba disfrutando mas allá del plano puramente profesional. Ahora, Erica le explicaba que los días siguientes no fueron suficiente para poner distancia con el efecto de lo vivido, de manera que ella, que percibía claramente el peligro que corría su virtud, mantuvo su sabia decisión de abandonar la empresa y sin contar a nadie nada de nada, renunció a su trabajo dedicándose plenamente a las tareas del hogar reemplazando a su madre que estaba delicada de salud. Pero pronto se dio cuenta que la soledad y el silencio eran los peores ingredientes para olvidar esos lances. De noche se sorprendía pensando sin querer en lo que deseaba olvidar. Como se movía poco, fue desarrollando cuerpo, sus pechos que eran bien formados, pero pequeños, se transformaron en dos tetas deliciosas, apretadas, redondas y tiernas que exigieron rápidamente dos tallas más de la habitual y sus dos pezones insolentes le recordaban a cada momento su existencia. Sus muslos fueron redondeándose voluptuosamente y sus caderas formaron un arco delicioso a esa mata de vellos rubios que jugaban diariamente con sus pequeñas bragas que eran incapaces de contener un trasero sobre el cual ella percibía directas las miradas de los hombres cada vez que circulaba por la ciudad.

Un día durante la ducha sintió latir tan fuerte el centro de su intimidad que temerosa de estar enferma se acercó al espejo y por primera vez en su vida se miró con dedicación para descubrir, arrobada, su tajo maravillosamente abierto, rosado, palpitante, dándose cuenta que allí estaba la fuente de toda esa inquietud que la traspasaba cada vez que se acordaba de lo que no quería acordarse. Su detallada descripción estaba inquietando a Gabriela más de la cuenta, le parecía que intencionadamente ella le daba detalles íntimos que no eran tan necesarios, pero la forma como los decía le resultaba encantadora. Agregó que, desde ese día, se acostaba más temprano y en la intimidad de su lecho se acariciaba intima y suavemente con sus dedos y con ellos mojados se humedecía los pezones para luego tenderse boca abajo apretando los muslos y dejarse invadir por esa sensación agradable que la llevaba hasta el sueño. La inquietud de nuevo se apoderaba de ella apenas despertaba, de modo que rápidamente se incorporaba a los trabajos de la casa para no pensar en ello, pero era inútil. Parecía como si todo su cuerpo se hubiese transformado en un ente pensante y cada parte de su anatomía no hiciera sino recordarle lo vivido. Así durante el día, a veces se detenía en sus afanes para apretar las piernas y sentir la explosión anhelada, pero ello no llegó a ser suficiente. Una tarde que estaba sola en la casa, sintió latir tan fuerte su pubis que alarmada se detuvo en sus tareas y se sacó las pequeñas bragas, para comprobar que estaban totalmente empapadas de un líquido denso que emanaba un aroma intenso y embriagador. El mismo líquido corría por sus muslos que brillaban hermosamente y vio latir sus labios menores como mariposas locas. Como no sabía que hacer para calmarse se acercó a la silla más próxima apretando su respaldo entre sus muslos y empujándolo contra su centro, sintió los bordes fríos entre sus labios mayores. Se frotó frenéticamente durante un rato y se dio cuenta que estaba pensando, desde días, en ese miembro duro y tenso, en esa cabeza reluciente y rosada, en ese contacto en su mano que la había quemado, en ese tronco perdido en la selva de Raúl. Sintió una fuerte sacudida y un golpe por dentro de su cerebro en el momento en que con las rodillas dobladas rodaba por la alfombra gimiendo de placer con las piernas brutalmente abiertas, pero feliz.

El enrojecido rostro de Erica se había iluminado, sus ojos brillaban con el deseo reflejado, había ido separando lentamente sus piernas y ya casi no miraba a su amiga. Pero Gabriela si que la miraba, la inquietud se había apoderado de ella y pensaba en el poderoso efecto que el deseo contenido había tenido sobre esa mujer como para trocarla en un ser tan deseable como evidentemente lo era. La escuchó decir que el recuerdo de ese miembro se le había transformado en una imagen persecutoria y desde ese día trató de traer a la memoria cada uno de los detalles de esa tarde estival en que lo tuvo en su mano. Entonces había comenzado a buscar en cada figura, en cada objeto, una referencia física de aquel miembro que la obsesionaba. Miraba, entre la decoración de la casa, cada objeto cilíndrico, cada florero, cada envase, para encontrar en ellos una connotación excitante. Las formas y consistencias de las cosas le eran perturbadoras, y un día en el mercado su madre tuvo que gritarle para que la escuchara porque ella estaba arrobada en la contemplación de un racimo amarillo de plátanos que la miraban obscenamente mientras sentía correr un hilo tibio entre sus muslos. Se había dado cuenta que su cuerpo era un instrumento maravilloso que se manifestaba en forma independiente de su voluntad, le gustaba que su corazón hiciera vibrar su pezones cuando latía fuerte y había descubierto formas excitantes de percibir su anatomía. Le encantaba apretar objetos entre sus muslos y seleccionaba los más suaves y tibios haciéndolos rodar con deleite. Otras veces ponía una mano entre su nalgas y hacia presión sobre ella juntando con fuerza los globos resistentes de su trasero perfecto. Estaba como poseída por la evocación permanente de ese miembro ausente, que con un solo contacto se había adueñado de su sentir y si lo hubiese tenido a su alcance en cualquier momento, se le hubiese brindado de mil formas que ella ignoraba, porque su falta de experiencia sexual era absoluta.

Erica estaba ahora como un poco fuera de sí. Gabriela le pasó un vaso con agua y le pidió que se calmara, pero ella continuó hablando mientras su amiga la escuchaba impresionada porque ahora se había metido en cuerpo y alma en su relato. Dijo que, en los últimos días, ya casi no tenía control sobre si misma, que inventaba situaciones y las desarrollaba con pasión, que se vestía provocativamente y en la intimidad de su cuarto, de noche, se lo imaginaba en el centro de su lecho, erecto y brillante, grueso y tibio, de una dimensión aterradoramente atractiva, que realmente lo veía oscilando frente a ella y que entonces se desnudaba para él, acariciándose sensualmente, doblando su cuerpo ardiente, separando sus muslos abriéndole todos sus secretos para precipitarse luego sobre la cama boca abajo, con las manos fuertemente apretadas contra su vulva que se agitaba casi en un paroxismo. Dos lágrimas pesadas corrían por las mejillas de Erica. Gabriela se acercó a ella y cuando tocó su rostro se dió cuenta que el cuerpo entero de esa mujer ardía. Hablándole con infinita ternura le pidió que se desnudara, reteniendo su cabeza en medio de sus tetas palpitantes. Puso llave a la puerta del estudio pensando que nunca había visto un grado de excitación igual. Al volverse la contempló desnuda y tuvo la impresión que Erica estaba poseída, parecía una escultura diabólica en su belleza, rodeada de un halo cálido que la envolvía como un perfume. Gabriela se sintió invadida por un calor que parecía irradiarse desde los brazos que Erica mantenía estirados hacia ella y se sintió ridícula y torpe, vestida frente a esa mujer palpitante.

– Ayúdame… Por favor … -dijo Erica, como quejándose.

Entonces Gabriela se desnudó, anhelante, para unírse a ella, porque no podía resistir a esa energía atractiva y comenzó a quemarse junto a esa piel de una suavidad inaudita. Pasó un brazo por su cuello para acercarla y su mano oprimió una de sus tetas duras y quemantes, sentía latir su vientre junto al suyo y lentamente fué bajando la mano por la curva de sus caderas hasta poner su palma sobre el ardiente sexo de Erica. Era deslumbrador. Se agitaba en su mano como algo vivo, independiente, como si tuviese en medio de su vellos mojados un pequeño volcán que ya no resistía a su erupción inminente y en ese momento supo donde estaba el centro de la perturbación de su amiga y supo que si esa energía no era liberada, Erica estallaría de pasión. Ahora quería hacer lo que haría y percibió como sus cuatro dedos decididos abrieron ese cráter y una lava quemante invadió la palma de su mano y su muñeca, rodó por sus muslos y los de su hermosa amiga hasta sus pies y no retiro su mano, ni sus dedos del cráter querido aún cuando caían abrazadas besándose y Erica le dijo como en un gemido, que al parecer tenía guardado desde hacía tres años.

– Gracias Gabriela… Por fin… Por fin… Entendiste…

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